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jueves, 2 de febrero de 2017

LOS INVISIBLES

                                 Mujer, Antigua, Senior, Desesperación

Juana Calandra, así la llamaban sólo los buenos, los otros le decían la vieja de los cien sacos. Ella rondaba por las calles de la ciudad con el universo mismo a sus  espaldas. No sé si serían los sacos los que le pesaban o su dura historia.
Era el hazmerreír del barrio, el blanco de los improperios de algunos jovenzuelos, la presa fácil de los niños que de un modo inocente quizás, la espantaban tirándole tierra al saco que ese día había quedado encima.
Conocí a Juana Calandra a los siete años, y nunca entendí muy bien el sentido de esa superposición de prendas, que al menos en el verano, debían serle muy incómodas.
Ella comía las sobras de los que la humillaban y jamás emitió una queja, ni un insulto. Sus piernas pesadas parecían dos columnas de mármol tallado, y escondían tras sus gruesas medias, seguramente, puñados y puñados de várices que las hacían irregulares y alarmantes.
Juana Calandra dormía en la calle, su cuerpo exhausto de tanto andar, se desplomaba en el lugar en donde  la encontrase la noche. La vi en las plazas, en la puerta de alguna iglesia, debajo de un puente, en el jardín de alguna casa abandonada, pero jamás molestó, era parte del paisaje urbano que nos muestra a diario esas miserias a las que generalmente nos acostumbramos.
La despertaban los primeros rayos de sol, el trinar de los pájaros o quizás algún perro tan abandonado como ella que le lamía los surcos profundos de su cara. Había que ver la sonrisa de Juana Calandra, honraba a la vida mostrando sus encías peladas de dientes pero pletóricas de agradecimientos vaya a saber a quién y por qué, ya que todos hablaban de lo miserable que era su vida y de lo desdichada que debía ser. Caminaba lentamente como haciéndole saber a sus viejos huesos que había que comenzar el día. Llegaba a la fuente de la plaza y se lavaba la cara, miraba hacia arriba y así se quedaba unos minutos hablando con algún ser amado que ella pensaba que la miraba desde el cielo.
Parecía no querer preocupar a nadie, entonces andaba por la vida prodigando bendiciones a los que silenciosamente le daban una ayuda. Esa era Juana Calandra, la de los cien sacos, la que honraba la vida en cada uno de los días que le tocó vivir.
Cuando enfermaba la corrían de los lugares en los que se supone deben dar asistencia, más de una vez el médico del barrio debió socorrerla para que no muriese de alguna de las pestes que pululan en los fríos inviernos de esta ciudad.
Era parte de las calles, de los puentes, de los parques, pasajera de la vida y a quien vida no le era pasajera, sino interminable. Días de interminables veinticuatro horas le caían encima cada mañana, pero ella agradecía. 
Cuando cumplí los dieciocho, Juana Calandra desapareció. A la semana la encontraron muerta junto al río que circunda la ciudad, con un solo saco. Eso llenó de asombro a la gente que la conocía, todos pensaron que había sido víctima de un robo.
Su cuerpo inerte mostraba signos de violencia, pero no de esa que cometen las personas, sino de las que te concede la vida. Una de sus piernas estaba bañada en sangre, el médico que la asistió dijo que quizás una várice se haya reventado y eso le produjo la muerte.
Nos explicó que si hubiera sido socorrida a tiempo no hubiese muerto, pero Juana Calandra no tenía a nadie. Una profunda angustia se apoderó de mi inocencia y comencé a indagar, quizás demasiado tarde, sobre su vida.
Era la menor de ocho hermanos y tenían un muy buen pasar. Las crisis económicas y quizás las malas inversiones hicieron que la familia fuera empobreciendo lenta pero irremediablemente. Cuando cumplió doce años, Juana Calandra vio morir a su padre de tristeza, algo así como lo que hoy llamamos depresión, a los catorce a su madre de pulmonía, y con el correr del tiempo uno a uno de sus hermanos fueron abandonando este mundo víctimas de las enfermedades de los pobres.         
Qué fue lo que hizo que ella sobreviviera a sus muertos, nadie lo podía explicar. Sobrevivió a la poliomielitis, al sarampión, a la varicela, a la neumonía y no sé a cuántas otras pestes de aquellos tiempos. 
Todos decían que era una bendición de Dios que ella venciera o no contrajera enfermedades. Lo que nadie sabía era que su enfermedad, la miseria, la perseguiría hasta la muerte al lado de ese río que fue testigo silencioso de su agonía.
Jamás tuvo encima cien sacos, eran exactamente nueve, uno por cada uno de sus muertos. Yo me imagino ahora, con una edad similar a la de ella cuando falleció, que de ese modo se protegía del mundo con lo único que le quedaba de sus seres queridos. O quizás para Juana, ése era el modo de sentir que su familia estaba allí, con ella, abrazándola cada mañana de su vida.    
Dicen que en el cementerio municipal están las pruebas de la existencia de esa familia numerosa que dejó fatalmente sola a Juana Calandra, pero que ella jamás los visitó porque aseguraba que su familia estaba a su lado permanentemente, que desconocía a los habitantes de esas tumbas. Pero creo que a eso lo decía porque no se animaba a enfrentarse nuevamente con el dolor de sus soledades.
Me fue imposible corroborar ese dato, tampoco supe si verdaderamente ése era su nombre, lo que sí sé es que ella no era la fuente, ni el árbol, ni la farola de alguna esquina, que tampoco era un perro abandonado por su dueño, ni un jilguero posado en alguna rama. Era una persona, de carne y huesos que de tanto verla formó parte del paisaje.
De eso, todos nos dimos cuenta tarde, y recordamos con tristeza las veces que ella no podía levantarse del  banco de la plaza porque sus huesos no le respondían. Parte del paisaje, sólo eso fue Juana Calandra por años y años para los cientos de personas que la conocimos. 
Una de las familias que vivía bajo el puente, nos comentó una tarde en la que muchos decidimos no meter en el paisaje a los abandonados por la vida, que la noche en la que ella murió, pasó por la casilla de la familia y les regaló ocho sacos, es por eso que la encontraron con solamente uno.
Creemos que el saco con el que se fue, era el del padre, quizás esperando que él la acompañara a transitar esas sendas que jamás había recorrido y que la llevaban al encuentro de sus seres queridos. Quizás en sus últimos momentos recobró la razón o quizás a la razón no la había perdido nunca.
¿Sabía entonces que estaba llegando su final?, creo que sí, pues de otro modo no hubiera obsequiado lo único que tenía en este mundo, esos sacos que la unían a su pasado.
Hoy la veo en todos lados, cientos de miradas en las que reconozco la suya, surcan esta inmensa y afligida ciudad que va formando su paisaje con la carne y los huesos de los pobres, de los desposeídos, de los abandonados, de los hijos de nadie, de los abuelos de nadie, de los padres de nadie.
Pero a la generosidad de Juana Calandra, esa que mostró cuando supo que le llegaba el final, no la he vuelto a encontrar, porque todos damos a esa parte del paisaje lo que nos sobra, lo que no necesitamos, lo que no se encuentra en condiciones, sin embargo ella dejó su única herencia a otros tan necesitados como ella, esos sacos que la mantuvieron viva hasta que finalmente en un acto de piedad la vida, dejó que se fuera a ese paraíso que se nos promete al nacer.
Juana Calandra la llamaban y se fue anónimamente como lo fue su vida, jamás sabremos si así se llamaba, jamás sabremos si estaba en su sano juicio, jamás sabremos si había perdido la razón o era portadora de esa razón que tienen los que lo han perdido todo, un enigma para muchos y para mí, paradójicamente, un dulce y doloroso recuerdo.

2 comentarios:

  1. Hay tantas/os Juana Calandra caminando por el mundo, en silencio,anonimamente y llevando en sus bolsas sus recuerdos, sus dolores, sus penas y quien sabe, alguna sabiduría que los que sentimos pena por ellas no percibimos y por éso no las entendemos. Como siempre Amanda tus relatos llegan al alma y nos llenan de sensaciones que nos hacen viajar adentro y descubrir nuestras propias Juanas Calandra. Gracias.

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  2. Así es Shoin, creo que todos llevamos a una Juana Calandra dentro nuestro y nos duele o no la queremos reconocer cuando la vemos fuera, pero allí está, mostrándonos el espejo de las soledades de nuestra alma. Gracias por tu comentario. Un abrazo.

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