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lunes, 14 de septiembre de 2015

CABALLOS DE ARENA

                 White Stallions Running Through the Water                   
Mis primeros años de casada fueron duros, la convivencia se hizo bastante difícil y la llegada de los niños no ayudó demasiado. Armando era un hombre extremadamente bueno y de poco carácter, en cambio yo lo tenía de sobra.
Me dediqué a la pintura a partir de los dieciocho años, y ya a los treinta y cinco tenía una de las galerías de arte más importantes de Buenos Aires. Mis obras con el correr del tiempo se cotizaban cada vez mejor y digamos que era yo la que proveía la mayor entrada de dinero en la casa. 
A la sombra de una situación que no alcancé a percibir a tiempo, crecía la frustración de mi marido. Con una generosidad superlativa, calló durante años algo que a él lo lastimaba profundamente.
Una vez que nuestra situación económica alcanzó ese punto en el que podíamos darnos con algunos gustos, decidimos empezar a tomarnos vacaciones en el mes de enero que era cuando los chicos estaban más inquietos y no encontrábamos la forma de entretenerlos.
El mar era uno de mis lugares favoritos. Salía muy temprano rumbo a la playa que en cada uno de sus días me sorprendía con ideas que plasmaba en mis telas con una fluidez que no me daba la ciudad.
Armando se ocupaba de los muchachos mientras yo tomaba prestada de la naturaleza esas imágenes que auguraban un éxito seguro en la galería.
A veces me pasaba allí todo el día y volvía al atardecer, cuando mi marido ya tenía resuelta hasta la cena. Nunca escuché un solo reclamo de su parte, muy por el contrario, él y mis hijos no hacían más que elogiar mi obra, eran mi público más crítico y a la vez el que mayores satisfacciones me brindaba.
Las playas comenzaron a ser los lugares preferidos de veraneo, y Armando siempre decía que como yo era la que pagaba las vacaciones, también debía ser la que eligiese los lugares.
Muchas veces insistí en que fueran ellos los que optaran por algún nuevo destino, pero nadie se animaba a escoger otro lugar, sabían que la playa era mi inspiradora y ellos no querían que yo renunciase a la fuente de mi inspiración.
De ese modo recorrimos gran parte de la costa argentina y la de Brasil. En este último país, una noche sucedió algo sorprendente, una tropilla de casi diez caballos salvajes atravesaron velozmente la playa haciendo gala de su belleza.
Uno de ellos disminuyó la marcha justo en frente de donde yo estaba y posó para mí. Juro que lo hizo, y lo maravilloso fue que no se movió hasta que no quedó mi retina impregnada con su imagen. 
Era de un color negro azabache, brillaba bajo la luz de la luna como una perla encantada. Se produjo entre ese animal y yo una comunicación tan profunda que no necesité un solo trazo en mi tela para luego poder reproducirlo casi con los ojos cerrado.
Creo que podría haberlo dibujado o hacer que su imagen se convirtiera en el poema más bello creado por el hombre. Ya no era mi mano la que se ocupaba de traducir su estampa, sino eso que llaman inspiración y que la tomamos vaya a saber de que rincón del universo. 
Regresé a mi casa de la playa, inundada por un sentimiento que hasta ese día desconocía. Antes de entrar, sacudí mis zapatillas que estaba repletas de arena, y pude ver por la venta a mi familia sentada en el suelo, en ronda, con una hermosa mujer con la que parecían estar muy divertidos.
Me sentí tan ajena a esa escena, tan distante de lo que estaba sucediendo ahí dentro, que para no romper con el hechizo de ellos ni con el mío, descalza corrí a la playa en busca de mi caballo. Ya no estaba, se había esfumado entre la bruma y la oscuridad. Me senté y no pude reconocerme, me busqué y lo que encontré no era yo, era alguien desconocido lleno de un fulgor que no me era familiar.
Debo haber estado así por más de una hora. Luego de volver a mi eje, retorné a mi casa y la escena permanecía inmutable frente a mis ojos, entonces decidí entrar. Me quise acercar a mi familia y nadie me hizo lugar en esa rueda. Me sentí invisible.
Corrí por las escaleras a la planta alta, me miré al espejo y allí estaba, con la cara desencajada  por lo que estaba sucediendo y que no alcanzaba a comprender. Me cambié la ropa y volví a la sala en donde ya no quedaba nadie. Todos se habían ido a descansar.
A la mañana siguiente les pregunté a los muchachos quién era esa mujer que estaba con ellos la noche anterior, el mayor me dijo que era una bahiana que su padre había conocido en el pueblo. Protesté y los increpé por no haberme hecho un lugar cuando regresé de la playa, ellos dijeron no haberme visto.
Luego del desayuno salieron a jugar y arremetí contra mi marido. Por respuesta recibí un silencio infinito y una mirada casi diría compasiva. Pensé que me estaba volviendo loca o que algo extraño estaba sucediendo en la familia.
Con el correr de los días me di cuenta de que había menos espacios para mí en ese hogar, que solos se las arreglaban perfectamente, y que Iara, la bahiana, había llenado con su simpatía y afecto todos esos lugares que descuidé por años.
Una mañana, me encontraba sentada frente al mar con los ojos perdidos en el horizonte, cuando volví a ver al caballo negro. Esta vez estaba solo. Con un trote suave dibujó un círculo en la arena y desde el centro de ese círculo se elevó quedando parado por instantes en sus dos patas traseras.
Mis ojos se convirtieron en una máquina fotográfica que en secuencias iba dejando estampada en ellos el ajetreo del animal. Tomé la tela y traté de traducir en ella lo que estaba viendo. Fue increíble el resultado. En una sola pintura reflejé la sucesión de sus movimientos. Algo mágico estaba sucediendo, mi mano no me pertenecía, y el resultado me sorprendió como lo hubiera hecho con cualquier persona que admira la obra majestuosa de otro. 
Se había hecho muy tarde cuando decidí regresar a la casa. En el trayecto observé a Iara retirarse. Estaba vestida con una hermosa túnica blanca, y su piel morena centelleaba en una noche sin luna pero repleta de estrellas.
Al entrar noté un ambiente extraño, los chicos ya estaban durmiendo, Armando me esperaba sentado en medio de un círculo de velas con dos copas de vino en la mano, una de ellas no estaba servida para mí, eso me quedó muy en claro desde que atravesé la puerta. El perfume que invadía el ambiente era penetrante, algo así como una rara mezcla de sahumerio con el olor característico de un sexo desenfrenado, cuyo recuerdo ya se me estaba borrando de la mente. Recordarlo bajo esas circunstancias me contrarió.
Él se encontraba en un estado de éxtasis, cuya génesis no partía de mi persona, eso me hirió profundamente.   Fue en ese momento cuando me di cuenta que esta vez era él quien había escuchado esas notas que hacen vibrar al hombre, esas mismas que escuché minutos antes en la playa.  
Así comenzó el fin de mi matrimonio, con una confesión dolorosa pero tan real como aquél caballo que me cautivó junto al mar. Mientras a mí ese sorprendente animal me despertaba  los más sublimes sentimientos, esos que me conectaban con los ángeles, él encontró su inspiración con Iara, quien lo llevó al Olimpo.
Muchas veces observé en la arena cientos de formas ideadas por los niños y que al día siguiente desaparecían bajo el implacable soplo nocturno del viento costero. Del mismo modo palpé con mi alma cómo ese viento se llevó toda mi vida.
De regreso a casa y con mi vida partida, comencé a coexistir con el éxito y con el fracaso. La exposición de mis cuadros pintados en esas últimas vacaciones fue el furor de la galería. La muestra estaba compuesta de quince cuadros de caballos y se llamó “Caballos de Arena”. Cuando mi representante me preguntó el motivo de ese nombre, lo miré y le dije: ––Porque el viento y el mar se llevó con ellos toda mi vida––.
Nunca más volví a tomar un pincel, ese duro golpe me impidió volver a tener contacto con los ángeles, porque para eso es necesario abrir el corazón, y el mío estaba roto.   

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