Mensaje

Un blog que pretende inspirar a los que creen que no se puede.

viernes, 25 de noviembre de 2016

ANEESA Y SALMAN UN AMOR PROHIBIDO

             Resultado de imagen para esclava rubia de un haren

Ese día el harén se agitó, las nuevas esclavas estaban a punto de llegar y las ya existentes en el lugar, curiosas y exaltadas, esperaban que ninguna fuera tan bella como para atraer la atención del Sultán Mehemet II quién aún no había conseguido un príncipe heredero, y la esclava que le diera ese primer hijo sería nombrada Sultana y la preferida de Mehemet ya que a falta del Sultán su hijo heredaría el trono.
Formadas en una larga fila, las esclavas atentamente vieron como de una en una iban entrando las nuevas bajo la supervisión de la encargada del harén y los eunucos, únicos “hombres” a los que se les permitía el acceso a ese lugar. Ninguna les llamó la atención, el estado de las chicas era deplorable. Se ordenó una minuciosa inspección de los cuerpos de las mujeres, y luego del baño comenzaron a verse diferentes.
La que más llamó la atención fue Diana, la esclava rubia como la denominaron, llegada del norte de Europa y atrapada en un barco atacado por los otomanos en una situación muy confusa que a nadie le interesaba dilucidar.
Cada noche era llevada a los aposentos del Sultán una esclava diferente, menos los jueves que eran exclusivos de las o la preferida y de las que con premura se esperaba un príncipe heredero. El trámite duraba lo que duraban los deseos del Sultán. Algunas pasaban horas y otras en poco tiempo eran sacada del lugar, pero eso sí, antes eran satisfechos los caprichos de Mehemet que según se decía tenía extrañas costumbres y eso era lo que impedía el embarazo de las mujeres.
Dos semanas antes del comienzo del Ramadán, celebrado en el noveno mes del calendario Musulmás durante el cual se practica el ayuno de comida, bebida y relaciones carnales desde el alba hasta que se pone el sol, se realizó un festejo privado por el éxito en una batalla. El festejo consistió en una fiesta privada al Sultán con cinco de las numerosas esclavas. Se eligieron a las mejores, entre ellas se encontraba la recién llegada Diana.
Cabellos dorados como el mismo sol, ojos inmensos del color del mar, labios carnosos y un cuerpo voluptuoso pero con una armonía que despertaba los instintos más bajos de guardias, personal de servicio y hasta de los pobres eunucos que nunca supieron de qué lado estaban parados.
Fueron elegidos sus atuendos con una excepcional minuciosidad, las sedas importadas que llegaban de distintos lugares del mundo, relucían junto a las bellas esclavas que resultaron electas. Diana, a la que se le prestó especial atención, fue vestida de blanco y oro, parecía una aparición celestial que seguramente cautivaría al Sultán. Una vez ingresadas a los aposentos privados, comenzó el gran festejo en el que las cinco demostraron el arte del baile y su preparación en la seducción, arte que cada una desarrollaba utilizando los instrumentos de que disponían en el harén.
Entre melodías y cantos casi angelicales, apareció Diana, que haciendo galas de su belleza y su contorneado cuerpo, dejó boquiabiertos a todos los presentes. El Sultán estaba hipnotizado frente tanta belleza y no dudó en tender un pañuelo a sus pies como señal de que esa noche la pasaría con ella. Luego de terminada la danza, era tanta la excitación del Sultán, que la dio por finalizada, literalmente corrió a todos los presentes y se quedó con esa belleza que lo cautivó de un modo hasta peligroso.
Nunca se sabía qué había detrás de cada esclava. Si bien éstas eran conscientes de que cualquier desatino las llevaría a la expulsión en el mejor de los casos, a torturas monstruosas y hasta la decapitación si era necesario.
Una vez que todos se habían retirado, el Sultán comenzó a acariciar a la esclava, intentando lograr la respuesta inmediata que siempre tuvo con las integrantes de su harén, pero Diana, que de eso al parecer sabía y mucho, utilizó todo su encanto para demorar lo inevitable y casi enloquecer a este hombre que en otra oportunidad la hubiera mandado a la horca.
No era un hombre agraciado y ella se propuso sacar provecho de la situación que se tornó poco agradable por detalles íntimos que la hicieron despreciar a ese hombre que ya casi tenía a sus pies.
Mehemet estaba a punto de perder la paciencia, cuando ella descaradamente comenzó a excitarlo de un modo tan particular y desconocido para él, que si en ese momento le pedía el trono, se lo daba. En un instante Diana supo cómo dejarlo sin orgullo, sin dignidad y como un perrito faldero al lado de su amo. Ya había logrado hacerle perder la cabeza y era el momento justo de hacer su petición.
Con una desfachatez que lo sorprendió, le pidió ser nombrada preferida y que los jueves fueran sólo de ella, estaba segura de poder darle ese heredero que tanto buscaba y de ahí en más convertirse en la mujer poderosa que siempre soñó ser. Se repetía una y mil veces, que su esclavitud y la humillación de ser concubina les iba a costar un precio muy alto. Luego su demanda se acrecentó y pidió ser la única mujer que entrara a sus aposentos. Él no se resistió al pedido ya que sus cuerpos se ensamblaban con tanta perfección, que ninguna otra esclava compensaría sus necesidades.
Luego de sacarle la promesa al Sultán, dibujó en su mente la cara de su amado Maximiliano e hizo el amor del modo bestial al que estaba acostumbrada con quien dejó en aquellas lejanas tierras que la vieron nacer. Tuvieron sexo hasta el amanecer, tuvo que soportar la violencia sexual de Mehemed, quien le enseñó en pocas horas todo ese sadismo del que era capaz cuando su cuerpo se lo pedía.
Él terminó agotado y Diana asqueada al abrir los ojos y encontrarse con ese rostro para ella más que desagradable pero que en cierta forma la había hecho disfrutar de algo desconocido y hasta embriagante.
Pasaron muchos meses de lujuria y prácticas que eran aberrantes frente a los ojos de cualquier ser medianamente normal, ella aceptó todo, comenzaba a acostumbrarse y cual animal sediento de tales aberraciones, corría todas las noches a ese sodomizante encuentro al que su cuerpo ya se había hecho adicta, a tal punto que comenzó a apreciar en él ciertas virtudes que empezaron a cautivarla de un modo muy extraño. 
Al séptimo mes de relaciones, en las que trataba con ahínco de que alguna de ellas fuera de un modo normal para poder embarazarse, se dio cuenta de que finalmente lo había logrado. La médica del harén se lo confirmó y de inmediato se le dio aviso al Sultán.
Su primogénito, todos rogaban que fuera un varón, un príncipe heredero del trono. Fue colmada de regalos y cuidada como una de las joyas más valiosas del imperio. Durante la gestación los encuentros con el Sultán eran muy seguidos y él sólo la acariciaba con una dulzura que comenzó a envolverla de modo tal, que su rostro desagradable se desdibujaba frente a sus ojos y lo único que veía era un alma tocando la suya y la de ese ser que llevaba en su vientre.
El parto no fue fácil, pero madre e hijo lo superaron. Diana ya había adoptado la religión musulmana y su nuevo nombre era Aneesa, ese día se convirtió en la sultana más bella del imperio.
Se repartieron monedas de oro, dulces y sedas al resto del harén festejando la llegada del heredero. El sultán llamó al niño Subhi, era un pequeño precioso, muy parecido a su madre.  
A partir de aquél día, Aneesa comenzaría con más y más exigencias, se sentía poderosa ya que con ella y sólo con ella se había logrado ese objetivo tan deseado, “el heredero”. Mehemed estaba tan contento con su hijo, que accedía a todo capricho de la Sultana. Pero el niño creció y se retomaron las sádicas costumbres que por amor y locura el Sultán había abandonado.
El harén debía funcionar como lo había hecho siempre y las esclavas lo esperaban con ansias ya que durante todo ese tiempo desde la aparición de Diana, jamás fueron llamadas a los aposentos del Sultán.
Allí comenzó una guerra interna insospechada, Aneesa quería a toda costa darle más hijos al Mehemed y así asegurarse el trono, cosa que peligraba si otra esclava quedaba embarazada. De mil maneras se intentó convencerla de que eso era imposible, que ella había roto con costumbres milenarias que no le hacían bien al imperio.
Sin embargo, ella disponía de armas que las otras desconocían y de a poco fue ganando terreno en el corazón del Sultán. Sus apasionados  encuentros le deparaban a él siempre algo nuevo ideado por una mente inteligente y astuta como la de Aneesa. El resto de las esclavas se convirtieron para él en simples trámites que imponía la tradición, pero ansioso esperaba la llegada de su amada para volar hasta el cielo al unir su cuerpo con el de ella.
Pero llegó un día que fue fatídico para Aneesa, el sultán nombró Pashá a un joven cuya belleza era de las que no pasaban desapercibidas, su nombre Salman. Fue amor a primera vista y un dolor irremediable, al menos en esos momentos. La sultana comenzó a desvariar con esos ojos negros que la cautivaron apenas los vio y de a poco abandonó la lujuria que le brindaba al Sultán y que ahora la soñaba con Salman.
Un día, paseando por los jardines privados del palacio, se encontró casualmente con Salman, ella sintió que fue un choque de almas de la que no pudo desprenderse aunque pusiese toda su voluntad. Estaba atrapada por un amor tan puro que juró morir antes de perderlo.
Una noche, por los pasadizos secretos del palacio que sólo pocos conocían, corrió a las orillas de Bósforo y allí se encontró con su amado en una cita programada en secreto por ambos, y por primera y última vez hicieron el amor. Allí conoció ese sexo puro nacido de la poca inocencia que le quedaba en su corazón. En ese par de horas que para ellas significaron una eternidad, descubrió que ya no le sería posible someterse al Sultán, prefirió la muerte.
Tomada de la mano de su amante, se internó en el mar en el que dejó su vida y ese tesoro que le duró el tiempo suficiente como para darse cuenta que ya no se dejaría tocar por otro ser. Él salvó su vida y fue decapitado tres días después.
Cuentan que desde su desaparición y la muerte de Salman, todas las mañanas en los balcones de los aposentos de Aneesa, aparece una pareja de agapornis que cantan por horas a ese amor puro que se perdió al poco tiempo de nacer.  

2 comentarios:

  1. Una narración digna de de un genio/a, como siempre entregas el alma en cada relato, leyendo ésta historia se puede experimentar las imágenes en la pantalla mental de una película candidata a los Oscar. Genial!

    ResponderEliminar
  2. Gracias Shoin, me alegro que te haya gustado, si por ti fuera ya me huebiera ganado varios Óscares. Pero me conformo con que le guste a la gente que me lee. Un abrazo y hasta muy pronto.

    ResponderEliminar