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domingo, 4 de diciembre de 2016

COMO EL AVE FENIX

                                        

Ya habían pasado varios años desde mi divorcio y yo conocía a través de amigos en común, las penurias por las que atravesaba mi ex marido. Enfermó justo en el momento en el que su nueva mujer le planteó el divorcio. Recurrió a mí como a la última persona en este mundo que podía ayudarlo a atravesar ese momento. Nuestros años de casados y las hijas que tuvimos, le dieron las fuerzas para pedirme que lo acompañara en esa dura instancia. Familiares directos no le quedaban. 
Debía someterse a una cirugía de alto riesgo y su mujer, según me dijo, no estaba dispuesta a hacer más sacrificios por él. Sin pensarlo le tendí mi mano, en definitiva no dejaba de ser el padre de mis cuatro hijas. Lo alojé en casa y luego de peregrinar por semanas entre  hospitales y estudios, fue sometido a la operación que le salvaría la vida si es que soportaba las más de seis horas de anestesia. Estaba absolutamente deteriorado física y psíquicamente.
Mientras esperaba el resultado de la intervención, tuve una fuerte y violenta reacción en mi contra, sentí que había claudicado frente al ser que más daño me había hecho en la vida. Todo era irreal, me parecía estar transitando por los albores de la nada. No creía tener deudas pendientes con Ramiro y no entendía muy bien qué hacía yo en ese lugar agotando las pocas energías que los años me habían dejado.
Cuando por fin estaba intentando recuperar lo que aún se encontraba disponible para mí, luego de hacer una agónica sinopsis de mis tiempos, me encontré en ese lugar, peleando contra todos mis fantasmas y con aquello que fue la antítesis de mi existencia, y que habían dejado aún más espanto en un corazón cuyas cicatrices no lo dejaban latir con la fuerza necesaria para encontrar finalmente el sinónimo de las ganas.
Ganas…, era precisamente eso lo que me venía faltando y quizás necesité atravesar por ese oscuro túnel del pasado, para definir la carencia que me impedía avanzar en ese tramo de mi vida. Mirar para atrás me costaba demasiado, temía darme cuenta del tiempo que había invertido en todo aquello que no fuera yo. Si bien siempre dije que nunca es demasiado tarde cuando una toma conciencia real de una situación, sin ningún lugar a dudas el tren se me había pasado y por más que corriera a la próxima estación para poder abordarlo, siempre llegaba tarde, él ya había partido.  
Con esa extraña sensación de menoscabo, llegué a la cafetería del hospital, repitiendo las estrofas de mi propia torpeza. Allí estaba porque así yo lo había aceptado, allí estaba porque todavía subsistían en mi alma esos llamados de cordura que me decían que Ramiro era nada más ni nada menos aquél ser al que le había jurado amor eterno, en la salud y en la enfermedad. 
Cuando regresé a la mesa ya habían vuelto las chicas, con los ojos rojos y con muestras de haber llorado. Les pregunté sobre lo sucedido y ellas me dijeron que el padre se despidió como si nunca más las volviera a ver. Pensaron que él moriría en la operación.
Eso me llevó a otra reflección: qué fácil le había sido todo a este ser por el que todos estábamos preocupados. Al borde quizás de la muerte, se despide de sus hijas a las que no veía desde hacía años y a las que desde que nos separamos debe haber visto no más veces que las que se puedan contar con los dedos de las manos, dejándolas con una angustia que las hirió profundamente.  
¿Será que la muerte es uno de los pocos estadios en los que el ser propaga todo aquello de lo que fue incapaz de irradiar en la vida?,  ¿será que frente a esa posibilidad de muerte, nosotros, los lastimados, somos capaces de trascender los momentos negados y todas esas circunstancias que nos dejaron una suma de huellas dolorosas difíciles de sortear con el tiempo?
Quién podía tener las respuestas a esas descomunales preguntas que ni bien me las planteé las borre de mi mente. Pensé que no era digno de mí, justo en esos momentos, replantearme los motivos de la sinrazón. No obstante, no pude dejar de sentir que la vida terminaba siendo un gigantesco carrusel en el que a veces nos toca la sortija, y yo era consciente de que sacarla dependía más de la habilidad del que la porta que de nuestro buen desempeño para conseguirla. Mi percepción en esos momentos fue que en el carrusel de mi vida, Ramiro era el que la zarandeaba en mis narices y yo la que pagaba por las miles de vueltas para ver si por ventura, algún día lograba arrancársela. No la quería para mí, eso ya era historia concluida, la quería para reinventar una relación sana con nuestras hijas, él se las debía. 
Por un motivo o por otro, al él todo le era justificado, mientras que yo remaba y remaba río arriba para poder encontrar un remanso en donde poder descansar. Aún hoy sigo buscando ese espacio, pero se ve que en el río que me ha tocado transitar, ese recodo no existe, o tal vez me espere mucho más adelante, al menos así lo espero. 
En ese espacio fingido, en donde todo parecía desarrollarse en una dimensión equivocada, allí estábamos las cinco, las otrora relegados, esperando cada una de nosotras vaya a saber qué cosa. De lo que sí estoy segura, es de que todas rogábamos para que Ramiro se salvara, yo con la ilusión de que quizás, luego de haberle dado la mano a la parca, y como conclusión de ese momento en el que dicen que generalmente se hacen los grandes balances, apareciera ese muchacho loco, llenos de grandes ideales y pasiones permanentes y comenzara a escribir otro capítulo en su vida, en el que al menos, nuestros hijas cobraran nuevamente ese protagonismo que jamás debieron perder.      
Aproximadamente a las seis horas de una agónica espera, apareció el cirujano comunicándonos que la operación había sido todo un éxito, que Ramiro estaba en recuperación y que luego que saliera totalmente de la anestesia, lo podríamos ver. 
En esos momentos no pude evitar llorar, la tensión había sido grande y a mí se me removieron todos los recuerdos.  
Pasado ese tiempo, salió el médico y dijo:
––Puede pasar a verlo solo la esposa.
Entonces escuché una voz que dijo:
––Acá estoy doctor, ahora paso a verlo. 
De ese modo se materializó frente a mis ojos la mujer que hasta ese momento me era desconocida. Radiante como una reina y llevándose al mundo por delante, o mejor dicho a nosotras por delante, entró a la habitación en donde se encontraba el padre de mis hijas. Con una vuelta de magia me evaporé por los oscuros pasillos de la clínica, lamiendo mis heridas y mascullando mi dolor. Indudablemente las rupturas no habladas, las relaciones truncas no digeridas, la inmadurez que prevalece a los sentimientos, dejan cicatrices perennes que ante el menor roce, sangran irremediablemente. Mi divorcio fue inesperado, la desaparición de Ramiro repentina y todo lo que sucedió después, precipitado. Eso hizo que de pronto, una mañana, mi vida diera un vuelco terminante y yo en lugar de acomodarme a esa nueva realidad, comencé a batallar como una desquiciada, quizás para no pensar, o tal vez pensando que eso era lo correcto. No me di ni el permiso ni el tiempo para hacer mi duelo y ya era el tiempo en el que debía hacerlo. Detrás venían mis hijas, cuyo dolor era superior al que minutos antes habían atravesado. 
Algunos de los seres que peregrinan por esta tierra, recurren a paraísos fantaseados para sosegar sus angustias, son esos lugares a los que se accede después de haber transitado por demasiado tiempo el camino del dolor, a esos seres luego los llaman locos. Otros en cambio, buscamos en la “cordura”, que en estos casos no es más que una locura encubierta, atemperar esos momentos que nos hacen recordar los desgarros pasados, y de ese modo poder, solo a veces, sobrellevar la carga de las heridas vigentes. 
No nos dieron ni las gracias, pero las cinco pudimos bajar finalmente el telón de una obra que dejó de pertenecernos en forma definitiva, pero esta vez fue por nuestra decisión. Lo ocurrido fue ni más ni menos que ese golpe mortal que se necesita para aniquilar una esperanza que lo único que logró fue prolongar una injusta agonía.    

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