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lunes, 19 de diciembre de 2016

SÓLO NOS UNIÓ EL ESPANTO

Kiss of lovers                 

Esa mañana te vi con los ojos desolados, densos nubarrones se acopiaban en esa mirada inexpresiva de otros tiempos; de pronto te volviste para mí de carne y hueso. Esa caparazón con la que te protegiste por años, se desintegró frente a mí, cual castillo de arena arrasado por el viento. Un temblor que al principio creí carente de sentido, recorrió mi humanidad que en esos tiempos, estaba repleta de soledades y silencios.
Franco fue el encuentro de tu dolor y mi tristeza, generoso el sentimiento que nos unió esa mañana en la que al parecer, ambos nos encontrábamos al límite de nuestras emociones. Ese límite que solamente se traduce en desaliento, cuando lo rozamos luego de haber transitado el hastío, la desilusión y el desencanto.
Con la prudencia que merecía la circunstancia, con el dolor que nos ocasionaba esa fuerte atracción en la que creo nos unió el espanto, comenzamos a reconocernos tímidamente entre los fríos papeles de oficina, bajo las miradas curiosas de los jefes, y con la consabida complicidad de nuestros pares que habían vivido ciertamente, situaciones similares en las que eran nuestros ojos los que envidiaban tantas ansias contenidas, tantas miradas escondidas, tantas palabras no expresadas.
Ese espacio lleno de clamores, de insatisfacciones y también de esperanzas, fue testigo de amores incipientes, de contiendas silenciosas, de competencias infundadas y de un quehacer que engendraba esa simbiosis de almas que muchas veces dio como resultado grandes amistades, y otras tantas, despiadados contrincantes.   
En ese microclima plagado de emociones, se iban tejiendo amores, peleas, sinsabores, sentimientos contrapuestos y afines que daban como resultado una férrea prenda que nos calzaba a todos.
A partir de esa mañana en la que vi tus ojos abiertos a los míos, comenzó a forjarse entre tu dolor y mi profunda soledad, un lenguaje compuesto de silencios, miradas, ocultos gestos, que sólo eran captados por tu alma y la mía.
Largas se hicieron las noches, y ese espantoso ruido del despertador tintineando a la mañana, ese que durante años taladró la mejor parte de mis sueños, se convirtió en una dulce melodía, ya que sabía que en sólo una hora te tendría nuevamente a mi lado.
Eternos se hacían los fines de semana, no verte en esos días, significaba para mí, una misión insoportable. Apelaba a sonrisas fabricadas, mantenía conversaciones que comenzaban a resultarme extrañas, hablando el mismo idioma, me sentí forastera en mi propia casa. Ansiaba la llegada de los lunes, esos que marcaban el comienzo de la semana, semana que contenía el día en el que nos pertenecíamos sin apuros, sin reclamos, solamente con ansias.       
Sentí que volvía a los veinte años, mi corazón al acercarse a tu presencia, latía  como un caballo desbocado en busca de traspasar esos límites marcados por una realidad que nos ataba. Ninguno de los dos éramos libres, y a pesar de que eso mucho importaba, era incontrolable lo que nos estaba sucediendo, contra lo cual no tuvimos las fuerzas para oponernos, ya era tarde, nuestras almas exultantes se encontraban recorriendo la vertiginosa ruta de la adrenalina perdida. Perdida con los años, en medio de toda esa rutina que diseca el fluir de los sentimientos y que nos hace caminar por los sombríos senderos del hastío.
Encuentros clandestinos semanales, tomándonos licencia de la vida, nos reunía en lugares encantados, en donde éramos solamente amantes. Amantes de instantes que atesoro en el arcón de mis más cálidos recuerdos, amantes de esos tiempos tan lejanos, que perdimos en la turbulencia de la vida, esa que se ocupó sin contemplaciones, de aplastarnos contra una muralla de realidades en las que cada vez se hacía más duro encontrar un pequeño rincón para nuestros sueños.            
Eran encuentros de cuerpos y de almas, ambos se entrelazaban en busca de esa magia que era el combustible que necesitábamos para poder seguir viviendo. Viviendo en medio de una gran monotonía que hacía los minutos interminables, como interminables se hacían nuestros días cuando no estábamos juntos.
Degustábamos los besos cual manjares por los dioses traídos de los cielos. Las caricias eran el bálsamo esperado para poder llegar a la comunión de la carne que ardía sin poder saciarse en tan sólo un día. Era en esos momentos en los que tus manos traducían el idioma de mi cuerpo, idioma al que pocos accedieron, ya que parecía ser la prisa el motor del sentimiento, dejándome ahogada en llanto con un sabor amargo por pocos comprendido. 
El final de cada acto de nuestro amor era agonía en la que nos sumíamos hasta que llegase el nuevo encuentro. Esa era la espantosa realidad que nos unía y a la que acudíamos con el vértigo de la insatisfacción pendiente.
Dentro de ese día, había sólo horas, justo las que no despertaran desconfianzas, de los míos, de los tuyos y de los otros, esos que siempre estuvieron prestos para lanzar ese comentario que siempre nos dejaba atónitos, ya que lo nuestro no era distinto a lo de tantos en busca de consuelo.
Cada vez que me alejaba de tu lado, cada vez que cerraba tras de mí la puerta de mi casa, cada vez que me metía silenciosa en mi cama, me venía a la memoria tu perfume, tus caricias y tus besos, esos que muchas veces te arrebaté en lugares inadecuados, tratando de tomar fuerzas hasta un nuevo encuentro.
Recuerdo el primer beso, ese que robé frente a tu temblor casi adolescente, mientras me confesabas un amor casi imposible que a borbotones nacía de tu esencia. Recuerdo también el primer encuentro, a escondidas, alejados del mundo y de nuestras propias vidas, tratando de encontrar ese gozo perdido en los tiempos. Nada costó reconocernos, mi cuerpo y el tuyo se familiarizaron como si allá lejos en el tiempo se hubieran consumido en la hoguera de mil encuentros.
Así pasaron días, meses y también años; las licencias de la vida se fueron espaciando, las miradas de a poco se fueron apagando, el roce con tu piel comenzaba a saberme extraño. Perdimos irremediablemente las ansias, las ganas y todo aquello que nos uniera en un comienzo. Nuevamente la rutina se ocupó de hacer añicos nuestros sueños. Sueños de pertenecer sin ataduras, sueños de amar sin condicionamientos, sueños de querer y ser queridos con la misma pasión a pesar del tiempo.
Pero lo más triste fue sentir que un día, otros ojos se abrieron a los tuyos, y sediento de un placer que ya no me pertenecía, partiste a tener nuevos encuentros. Descubrí en tu mirada cuál era el día, el minuto y el segundo en el que tu cuerpo vibraba junto a otro cuerpo, que no era el mío. Advertí en tu boca la huella de otras bocas, y en tu cuerpo que me era harto conocido,  los rastros de pasiones desbordadas y de momentos vorazmente consumidos.
Morí cada mañana al verte y no encontrarte, morí pensando en lo vivido, morí entre mis sueños más queridos y quise morir cuando perdida, me di cuenta que ya todo había terminado.
Las luces de colores se apagaron, mis ojos se cerraron, no quise encontrar otras miradas que me sumieran en un gozo efímero, ese que nace del  dolor y del espanto, espanto en el que todos nos hundimos cuando la vida nos acota el canto, ese con el que nacemos y trinamos hasta que somos sutilmente enjaulados.   

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