Mensaje

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miércoles, 28 de diciembre de 2016

MALBEC

                                                    Copa De Vino, Las Uvas, Vino, Uvas Rojas

Sonó mi celular, estaba entrando un mensaje. En ese momento veía por televisión una de mis series favoritas, así que lo dejé para leerlo más tarde. Cuando existen urgencias no mandan mensajes, llaman. Así que me relajé.      
Finalizada la serie, con estupor leí el texto que decía: “Estás ahí…”, lo que parecía ser un mensaje inocente, sano, es más, hasta amable, me crispó. Era de Stefan, un amigo de la juventud que jamás me perdió los pasos y del cual en un determinado momento hasta me sentí muy enamorada.
Sus apariciones eran esporádicas y demandaba como si mi obligación fuera atenderlo en el momento que a él se le ocurriese. Es una de esas personas que se creen que el resto del mundo danza al compás de su música, uno de esos seres que se creen el ombligo del mundo.
Pero a eso lo sé ahora, en mi juventud para mí era un Tritón y yo por supuesto la sirena que con su canto adormecía el sonido terrible de la caracola que hacía sonar cuando a él se le antojaba.
Su porte, hasta la última vez que lo vi, era alucinante, uno de esos hombres a los que los años, como a un buen vino, los hace más apetitosos. Un poco jactancioso ya que se sabía encantador y también un poco perverso, no le interesaba en lo más mínimo el tendal de dolor que suele dejar a su paso.
Y hablando de vinos, a él lo compararía con un rosé. Los vinos se clasifican por sus colores, por ejemplo el tinto se mantiene más en contacto con la piel para que ésta lo tiña, podemos decir que en casi todo su proceso de fermentación está presente el hollejo.
A los blancos en cambio, al mosto jamás se lo deja en contacto con el hollejo, pero al rosado, se lo mantiene cerca de la piel por cortos períodos, entonces para mí Stefan es un clásico vino Pink.
A pesar de que a mí me gusta el Malbec, un Pink de vez en cuando suele ser apetecible cuando el paladar y el momento lo reclaman. A este Pink yo jamás lo reclamé porque precisamente caía en lo momentos en los que se imponía un Malbec, pero como buena sagitariana, las aventuras me impedían negarme a desafiar al paladar, a la comida y al rosé que de vez en cuando reclamaba ser degustado y les aseguro que no era para nada desagradable hacerlo, más aún cuando el tinto escaseaba y al blanco no lo soporto.
Volviendo al mensaje, no supe en ese momento si contestarlo o ignorarlo. Varios minutos demoré en tomar una determinación. Le contesté, porque soy una convencida de que el silencio a veces concede y a esa capacidad la había dejado a la vuelta de la esquina de mi última década.
“Acá estoy…” fue mi lacónica respuesta, y después a esperar. El mientras tanto fue el desencadenante de lo que vendría, ya que pasaron más de dos horas y Stefan no contestaba. Para que no me ganara la ira, comencé a desempolvar mi banco de imágenes, esas que tengo guardadas en el disco rígido de mi computadora cerebral.
Recordé la vez que lo encontré imprevistamente en un viaje a la República Oriental del Uruguay, cuando sobre el aliscafo nos cruzamos de un modo inesperado. Él, acompañado por dos amigos y yo, totalmente sola.
Acordamos vernos en Colonia al día siguiente. Él no apareció en el lugar convenido pero en cambio ahí conocí a quien fuera luego mi pareja por más de tres años. Un desencuentro maravilloso que le agradecí algunos años después cuando quiso darme la justificación a su faltazo.
Luego de cortar mi relación con Octavio, comenzó para mí un largo periodo de degustación, me convertí en una exquisita sommelier de hombres. Mientras más probaba, más experta me hacía con respecto a este espécimen que fue puesto en la tierra para fines que aún hoy no puedo definir con total claridad. Lo mismo dirán ellos de nosotras, estoy casi segura.    
Durante ese tiempo, mientras me convertía en una de las mejores conocedoras del género, Stefan aparecía haciéndome pelota las papilas gustativas, pero de eso no me quejo, ya que el Tritón siempre me pudo.
Pero al Pink Frappé, sabía que debía beberlo de a pequeños sorbos, ya que cuando la copa se vaciaba, mágicamente  también lo hacía la botella y como pasa con el hollejo, poco tiempo uno podía esperar que estuviera cerca de nuestra piel, entonces lo dejaba partir para que pudiera seguir tonteando.  
Él siempre estaba, como una sombra, o como un fantasma, o simplemente como una copa vacía que a veces la llenaba el agua, otras el polvo y muchas de un burbujeante champagne, todo dependía de quién tomara esa copa.
Conmigo siempre fue un rosé, tan es así que muchas veces, como solemos hacerlo las mujeres, me eché la culpa de ser yo la que determinaba su esencia, y quizás así fuera, pero hoy no estoy tan segura.
Mientras yo nadaba entre mis recuerdos y mis planteos, sentí el sonido de mi celular, marcaba un nuevo mensaje. Era él, me decía que en diez minutos llegaba a mi casa. Yo, en esos momentos, estaba con una toalla envuelta en mi cabeza, un jogging desteñido, pantuflas y un viejo corpiño que suelo usar para secarme el cabello y no mojar la ropa. Me quedaban dos caminos, o trotaba para convertirme en carroza en diez minutos o me ponía la camiseta y seguía siendo una calabaza.
Carroza o calabaza…calabaza o carroza…, y en ese momento, como por arte de magia recordé un poema de Alfonsina Storni, cuando en su parte final dice: “…hombre pequeñito, te amé media hora, no me pidas más”, entonces decidí ser para mi rosé, sólo una vieja y auténtica calabaza.
Me calcé una camiseta acorde a mi pantalón, me saqué las ridículas pantuflas del Sapo Pepe y las reemplacé por unas hawaianas coloradas que traje de Brasil el verano pasado, puse agua a calentar para hacer unos mates y esperé a que Pink llegara.         
Tres veces calenté el agua y el timbre no sonaba. Cuando finalmente lo hizo, abrí la puerta y me encontré con el Tritón, ni él tan Tritón ni yo tan sirena, nos miramos, nos espantamos, y después nos fundimos en un abrazo, los dos sabíamos que ésa sería la última vez que nos veríamos.
Preparé el mate, lo senté en frente de mí y le hice saber que el cheque en blanco que le había extendido y que contenía mi firma bien legible y segura, puesta con total consciencia, había caducado. Le expliqué que el tiempo tiene la admirable capacidad de poner fecha de vencimiento a todo, hasta a la propia vida. Que la mía en poco tiempo terminaría, ojo, no tenía ninguna enfermedad terminal ni nada que se le pareciera o que yo conociera, sólo que la cronología dice que así debe ser cuando uno ha vivido demasiado, un día más es un día menos y yo como él cabalgábamos sobre el mismo alazán, que de tan cansado comenzaba a aminorar la marcha.
Lo hablé sobre el desapego y sobre lo livianito que uno debe estar para cuando la parca nos reclame, ¡ah…! y además le expliqué que me había convertido en abstemia (una mentirilla piadosa), creo que a esa parte no me la entendió demasiado, lo dejé pasar ya que no le iba a gustar mi explicación si es que me la pedía.
Como corolario, él terminó en mojarrita y yo en una vieja del agua, o en una tararira que no es tan fea. Se bajaba el telón del tiempo mágico, acababa de enterrar al ensueño, era tiempo de hacer depósitos en las cuentas correctas y si quería invertir, que fuera en realidades, en esas que a veces pesan pero que son tangibles, duraderas aunque se nos termine el tiempo.
No he vuelto a beber de mi aromático vino rosé, decidí vivir lo que me resta, con una buena copa de Malbec.

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