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martes, 13 de diciembre de 2016

HAS DE CUENTA QUE AÚN HAY TIEMPO...

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Cansada de estar cansada, decidí desempolvar mi vida y salir al mundo en busca de una felicidad que añoré por años. Necesitaba conectarme nuevamente con el amor, con la pasión, esa que enterré por un fracaso que terminó siendo lo mejor que me pasó en la vida.
Tenía cuarenta y cinco años y una genética especial, gracias a la cual, siempre perecí más joven de lo que en realidad era. Mi cambio de actitud quedó expuesto de tal modo, que todo mi entorno lo advirtió y lo alentó. 
Como por arte de magia comenzaron a aparecer invitaciones a reuniones en las que más de un hombre se acercó a mí para conquistarme. Pero hubo uno que me voló la cabeza. En una reunión de no más de quince personas, él estaba invitado, era de alguna forma quien iba a animarla.  
Tocaba la guitarra y cantaba como los dioses, en verdad no sé como cantan los dioses, pero si cantan lo han de hacer como él. Tema, Un día de domingo, y entonces dijo: Yo no quiero más vivir un sentimiento sin sentido, yo preciso descubrir la emoción de estar contigo… me miró a los ojos y morí por él.
Treinta y largos años, no me importó la edad, me importó su mirada, penetrante, aguda, descarada, con la que atravesó todo mi ser en sólo segundos. El mundo y todo lo de mi alrededor desapareció, y cantó la última estrofa en la que juro me poseyó: Haz de cuenta que aún hay tiempo, y dejemos que nos hable el corazón.
Dejó la guitarra y se me acercó. Me llamo Daniel ––dijo con la voz entrecortada, ––yo soy Amalia ––le respondí con lo que pudo salir de mi garganta. En ese momento comenzó a escucharse una música muy suave y todos salieron a bailar, él me tomó entre sus brazos, me apretó contra su cuerpo y yo lo seguí. Las agujas del reloj se adormecieron, la noche nos envolvió en un hechizo mágico que me dejó al borde de un precipicio del cual, si llegaba a caer, sabía que no saldría jamás si de mí dependía.
Cuatro de la mañana, el hechizo se rompió, cada uno volvió a sus hogares y yo, tratando de rebobinar en mi cabeza lo sucedido, quedé presa de una ansiedad que hacía tiempo no tenía. Si bien hubo intercambio de teléfonos, con esa costumbre mía de constituir fracasos prematuros, supuse que no lo vería más.
Pasó un mes y mi confianza estaba por el suelo, si bien me jugaba a que no me llamaría, el otro yo que me sale a menudo, hizo abrigar una pequeña luz de esperanza. Una mañana de mayo, cuando el sol comienza a aflojar y los días se ponen más frescos, sonó mi teléfono, él me llamaba para invitarme a cenar. La cita era para esa misma noche. 
Como venía de una ruptura matrimonial que me dejó fuera de circulación por algún tiempo, no tenía qué ponerme para esa circunstancia tan especial. Quería estar hermosa, más que nunca necesitaba borrar esa diferencia de edad que no sé por qué en ese preciso momento comenzó a hacerme un poquito de ruido. Nada me parecía lindo, así que me hice una escapada a un centro comercial y me vestí de pies a cabeza.
Entre que la luz de los probadores no ayuda, los espejos menos y las huellas de los años y de los embarazos habían dejado en mi cuerpo señales alarmantes, se instaló en mí una profunda inquietud. Seguramente Daniel habría salido con muchachas mucho más jóvenes que yo, con sus carnes firmes, sus curvas delineadas, y sus caras lozanas con o sin maquillaje.
Vestida y bien maquillada, juro que no había problemas, todo ese continente abrumado por  la vida, quedaba oculto bajo prendas bien elegidas y colores que favorecían mi figura. Decidí no ir más allá de las circunstancias y disfrutar de lo que pasara esa noche.
Las relaciones habían cambiado su ritmo, en mi juventud todo iba más despacio, no obstante yo conocía de los nuevos y febriles tiempos en donde hay prisa y no existen las pausas. Para ciertas cosas todavía no estaba preparada, pero para no hacer de esa noche un dilema, me relajé y volví a mi casa con ese tesoro que me iba hacer aparecer como una de las mujeres más lindas de esta tierra.
A las nueve de la noche pasó a buscarme, recorrimos la ciudad hablando de nuestras vidas. Él era divorciado y tenía una niña de tres años, lo que no dejaba de ser bueno, estaba segura que entendería mis tiempos. Me puse un tanto nerviosa cuando me dijo la edad, treinta y cuatro, comenzó a latirme el ojo derecho, señal de alarma. Al poco tiempo paró, mi ojo estaba en condiciones de seguir circulando.
Cuando llegamos al restaurante, me contó que debía cantar esa noche. No en ese lugar sino en boliche en  las afueras de la ciudad. Me pidió que lo acompañara y yo acepté. Mezclada entre jovencitas de edades parecidas a la de mi hija mayor, me sentí absolutamente incómoda, pero cuando comenzó a cantar, en el lugar quedamos sólo él y yo, el resto desapareció. Las canciones que interpretó eran románticas, dulces, cadenciosas, su voz lució más que cuando lo conocí, lo que contribuyó a que me dejaran de importar todas esas chiquilinas que a los gritos le pedían que siguiera cantando, él siguió, pero me cantaba a mí, de eso no cabían dudas.
Al bajar del escenario volvió a tomarme entre sus brazos y bailamos toda la noche. A las seis de la mañana volvimos, me dejó en casa y partió. No habíamos quedado en nada, sólo nos dimos un beso en la mejilla y dijimos “nos vemos”. 
Pasaron quince días sin noticias. Una tarde, al salir del trabajo, lo encontré por casualidad. Me saludó cariñosamente y luego de cruzar unas pocas palabras me dijo “te llamo”. Efectivamente, esa misma noche me llamó y me invitó para que el fin de semana lo acompañara a un lugar muy bonito de las sierras en donde debía dar dos recitales. Teníamos que quedarnos allí un par de días, lo cual en un comienzo me desorientó bastante. Me pregunté si sería una propuesta concreta de pasar juntos, lo que se dice juntos esos días, o sólo que le hiciera compañía. Había códigos que evidentemente se me habían perdido en el camino de la vida y tenía que abrirme para que ella me sorprendiera.
Por si acaso, me iba a preparar para lo menos y lo más. Cuando llegó el día y luego de hacer malabares para que mis hijos no se dieran cuenta, no me parecía bueno que ellos lo advirtieran, me encontré con él en una zona neutral y partimos a disfrutar del fin de semana.
Durante todo el viaje me rompí la cabeza pensando en ese momento que no estaba muy segura si llegaría. Como no soy afecta a las relaciones casuales, diría que el único hombre en mi vida fue me ex marido, estable me refiero, ya que si bien había tenido algunas experiencias con un par de novios, todo se desarrolló dentro de un marco “legal”, no podía imaginarme desnuda frente a un muchacho al que le llevaba diez años, y siempre recordando la patética imagen que me devolvió el espejo de aquél cruel probador con luces blancas en el techo.
Al llegar tuve la primera sorpresa, cuartos separados, eso me trajo tranquilidad por un lado y una tremenda intriga por el otro. Me dije que muy probablemente este joven fuera distinto y me relajé. Todo se desarrolló dentro de una normalidad extraña. La última noche, luego de su presentación y del ritual repetido del baile, las caricias y mi estado de total desorientación, me besó. Fue un beso tímido, suave, muy dulce, acompañado de un leve temblor casi diría infantil. 
Cuando me retiré a mi cuarto, y luego de pasados los suficientes minutos como para que yo me desmaquillara, me desvistiera y volviera a ser cenicienta, golpearon la puerta de mi cuarto. Estaba segura de que era él, quién más podía ser a esas horas. Efectivamente, ahí estaba, mirando lo que quizás yo nunca deseé que mirara, mi humanidad cansada y mis años a cuesta, me pidió permiso y entró. Hice malabares para tratar de apagar al menos una de las diez mil luces que tenía ese maldito cuarto, todo fue en vano, no alcancé a tocar ninguna llave. 
Allí, en ese lugar en donde más expuesta no pude haber quedado, desató su confesión, ––me gustás, como jamás me ha gustado nadie en este mundo, pero debo serte sincero, este soy yo––, comenzó a desvestirse y pude ver cómo hay cuerpos castigados no por los años sino por la adversidad. Su pecho y la pierna izquierda mostraban las huellas de un accidente que casi le hizo perder la vida. Me contó que no todas las personas soportaban ver semejantes marcas en un cuerpo. Lo abracé tratando de transmitirle seguridad, confianza, y haciéndole saber que él era algo más que un cuerpo lastimado. 
Por fin pude entender lo sucedido. Mis inseguridades y las suyas se juntaron para no separarse nunca más, pero a decir verdad ambas tuvieron génesis diferentes, la mía fue la vanidad, la de él, el dolor. Nos ocupamos con el tiempo de darle cristiana sepultura a ambas.                      
HAS DE CUENTA QUE AÚN HAY TIEMPO Y DEJEMOS QUE NOS HABLE EL CORAZÓN…

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