Esa mañana escuché tiros, ya me lo habían anticipado, se venían tiempos difíciles. Por ser estudiante de filosofía, estaba en la mira de los milicos y sabía que en cualquier momento me chupaban, así decíamos cuando nos apresaban en la clandestinidad.
Por consejo de mi familia, me fui del país antes de que fuera demasiado tarde. Las noticias no eran alentadoras y aún había tiempo de huir. Tantas cosas quedaban detrás de mi exilio que de sólo pensarlo me asustaba. Salí del país un diez de Febrero de mil novecientos setenta y siete. Esa mañana me levanté, recogí mi mochila, le di mi último adiós a ese cuarto con olor a demasiada historia contenida, y cerré la puerta. Carola y el Tanito me esperaban en una vieja estanciera comprada al carnicero del barrio por poca plata.
Subí con la convicción de que jamás volvería. Por aquellos tiempos era impensado que las cosas en el país se arreglaran.
-Alicia, estás segura de lo que vas a hacer, -me dijo el Tanito como queriendo terminar de convencerme de que quizás, si esperaba un poco, algo cambiara.
-Tano, qué más querría yo que todo fuera distinto, pero desde la muerte de Cali que me pisan los talones y sabés que cuando a estos tipos se les pone algo en la cabeza, no reculan.
-Pensá en tus viejos, están grandes y capaz que no los vuelvas a ver.
-Lo hago por ellos también, ¿vos te imaginás lo que les podría significar que a mí me pase algo?, de sólo pensarlo se me pone la piel de gallina. Pero me queda la esperanza Tano, -le dije como para convencerlo, ya que esa palabra no entraba en mi vocabulario desde hacía años.
El viaje se hizo eterno, la estanciera se las aguantó contrariando todas las predicciones, al menos a mí me llevó hasta ese paso que me habían señalado como seguro en la frontera con Paraguay. Tres día nos llevó llegar ya que tratábamos de esquivar las rutas en donde había controles militares y policiales, eran como un colador, a la menor sospecha, por averiguación de antecedentes nos mandaban a diestra y siniestra a las comisarías o a los destacamentos militares de los cuales nunca se sabía si se salía.
Me dejaron de noche, la despedida fue corta y sin demasiada alharaca, sabíamos que al menor afloje, yo no iba a tener las fuerzas para pegar ese salto que me separaba del país vecino.
A unos pocos metros me di vuelta y vi como se alejaban el Tano y Carola, ahí me di cuenta que me faltó darle las gracias, pero sabía que a él no le hacían falta mis palabras, nos queríamos de un modo entrañable y cuando a dos personas las une ese sentimiento, lo demás huelga. Parte de mi historia quedó en el asiento de atrás de ese viejo auto y yo estaba segura de que él se ocuparía de bajarla y guardarla hasta que nos volviéramos a encontrar en algún lugar del mundo.
A dos kilómetros me esperaba José María, un infiltrado en las huestes de Stroessner, era el contacto que teníamos los argentinos para que nos hicieran salir del continente.
Un mes nos llevó el operativo, debíamos asegurarnos de que nadie sospechara porque de lo contrario estoy segura que iba a ser liquidada en ese país, ya que el dictador luchaba denodadamente para no permitir la penetración del ERP, y si bien no lo logró, al menos hizo lo posible para desactivar cualquier intento visible.
Mi primer destino fue Suecia, un país extraño, no me pude adaptar, pero tuve que quedarme allí por casi seis meses. Caí cuando casi no había día y me fui con el famoso sol de medianoche. Yo soy como las gallinas, de noche duermo y la luz me despierta, ni me hablen del jet lag, ya que mi reloj biológico funciona como el de estos plumíferos. Eso me significó que vivía con sueño en marzo y no me podía dormir en julio.
Pasado ese tiempo me radiqué en España y desde ese país vi al mío volver a la democracia. Ya había formado una familia, me casé con Ramón a los cuatro años de llegar y tuve tres hijos. Si bien tenía una familia hermosa, jamás abandoné el proyecto de volver a la Argentina y cumplir con ese sueño que quedó trunco en los años setenta.
Mi situación económica nunca fue holgada en esa Europa que me acogió pero de la cual nunca fui hija. Fueron mis padres los que me visitaban hasta que a mediados de los noventa, fallecieron en un accidente automovilístico. Me quedaba un hermano al que vi sólo dos veces desde mi partida, él fue un sobreviviente de la tragedia desatada durante el golpe militar y su cabeza demoró en recobrar el eje perdido entre prisión y torturas. Él alentó mi salida del país y yo estaba segura de que en algún momento haría lo mismo, pero cuando lo intentó, ya era tarde.
Ramón trabajaba en un buque petrolero que cada año tocaba el puerto de Buenos Aires. Él conocía mis ganas de volver a mi país y frente a la imposibilidad de viajar todos por cuestiones económicas, me entusiasmó para que lo acompañara en uno de sus viajes.
Muchas cosas habían quedado pendientes, y si bien no me seducía la idea de pasar tantos días en alta mar, decidí aceptar para comenzar a cerrar esa parte inconclusa de mi historia.
Partimos una noche de marzo del dos mil once, el viaje fue una tortura, mis descomposturas diarias lo hicieron interminable, pero las ansias de volver a mi tierra eran más grandes que cualquier inconveniente que pudiera surgir. Jamás podré olvidar ese permanente gusto a sal en mi boca, el mar me estaba devorando y esa sal quemaba mis labios y lo poco que quedaba de mi alma.
Cuando pisamos suelo argentino se me paralizó el corazón. Los recuerdos se atropellaban por salir de mi memoria y lo primero que se me vino a la cabeza fue la imagen de Cali, mi primer novio, una de las primeras víctimas del régimen.
Mientras Ramón hacía trámites yo partí para mi barrio, Flores. En el taxi no hacía más que pensar en todos esos años de una ausencia dolorosa y demasiado larga. Si bien era muy feliz en mi matrimonio y tenía tres hijos maravillosos, no pude asistir al entierro de mis padres, el que tuvo que ser afrontado en soledad por Miguel, mi hermano, quien lamentablemente no podía con su existencia.
Al llegar a casa Miguel me abrió la puerta, casi muere de la felicidad, no le había avisado que viajaba. Lloró como solía hacerlo cuando era niño, me abrazó y le costó soltarme. Con unos mates de por medio, nos comenzamos a contar las vivencias desde mi exilio. A él lo noté desesperanzado y con mucha rabia, no entendí en un comienzo muy bien porqué. Pero luego de que me relatara lo que estaba sucediendo en el país, de que me hablara sobre el quiebre de una sociedad que evidentemente no había aprendido nada, lo pude comprender.
En un momento le pregunté en dónde habían quedado todos esos ideales por los que tanta gente había muerto y él con lágrimas en los ojos me dijo que no sabía, que todo estaba muy raro. Vi en sus ojos desesperanza y entonces tuve serias dudas de encontrar lo que había ido a buscar.
No quise seguir hablando, su dolor estaba a flor de piel y yo no me quedaría por mucho tiempo, así que le cambié de tema y entre bromas y anécdotas de sus sobrinos, pasó el momento de angustia.
Me bastaron sólo diez días de estadía en mi tierra para que ésta me doliera en el alma. No sólo había división en mi gente, sino que mi país se me presentaba dicotómico y hasta por momentos surrealista, absurdo. A la ciudad la percibí suspendida en un tempo que al menos yo creí superado. Las caras de mucha de mi gente denotaban descontento, o más bien desaliento. Sin embargo, y de un modo paradójico, en otras había una euforia para mí incomprensible si es que quería armonizar esas dos realidades.
Visité la tumba de Cali, aunque jamás estuvimos muy seguro de que ese cuerpo que nos fue entregado le perteneciera, y allí lloré porque en tan sólo unos días me habían matado la esperanza, y no sólo eso, me habían robado los proyectos de vida. No pude cerrar mi historia, no quería escribir de ese modo el final, por lo que me volví a España con la ilusión de dejar pasar unos años y volver a intentar un regreso, apostando a que las cosas cambiaran.
-Madre, me preguntó Catalina, mi hija menor - ¿con qué te has vuelto de tu tierra?
-Con sal en la boca, hija, nada más que con sal en la boca, - le contesté.
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