Y sí, así parece que viene la cosa hoy en día. Como nada dura, uno trata de enamorarse pero no tanto, ya que quizás el matrimonio, la pareja o como quiera que se le llame, no subsista el tiempo ese del que me hablaban mis abuelos.
Ahora todo parece ser fugaz, efímero, con fecha de vencimiento, razón por la cual a la hora de elegir, tratamos de que sea lo mejor y más tolerable para un mediano tiempo.
Como se ha impuesto la amistad con derecho a roce, se hace medio complicado desentrañar el enorme misterio que hay en una relación. No me digan que en más de una oportunidad no saben muy bien cómo presentar al que tienen al lado. La palabra “novio” ya no está en el diccionario de nueva era, “amigo” tampoco queda muy bien cuando andás a las besuqueadas, “amigovio” es de pendejos, “pareja” tiene una implicancia distinta y no nos podemos arriesgar a mencionarla y a que se nos mire como preguntándonos de qué estamos hablando.
Si bien todo esto no deja de tener una simple connotación semántica, para el afuera me refiero, a nosotras nos causa un pequeño desequilibrio mental ya que los patrones con los que fuimos criadas no admiten demasiados grises en este aspecto.
Planteado el primer problema, cuya solución la encontramos presentando al susodicho con sólo su nombre, ––te presento a Agustín ––, por ejemplo, y queda a criterio de los demás ponerle el mote que se les antoje, pasamos a lo que en realidad nos ocupa.
Muchas veces no logramos compatibilizar nuestra edad con lo que sentimos cuando de amor se habla, en mi caso por ejemplo, que ya estoy entradita en años, no me bancaría a un “compañero” de mi edad, salvo que esté tan bien conservado como creo que yo lo estoy, aunque de todos modos y de aceptarlo, se hace cuesta arriba encontrarlo ya que los de mi generación corren como perros en celo tras las muchachitas veinte años menores que ellos.
Y analizando el punto en donde digo que me siento bien conservada, como una lata de atún que vence en el dos mil dieciocho, debo aclarar que ésa es mi percepción y que quizás los otros lo vean de otra forma.
Pero como todo es perecedero, tratamos de hacer laxos nuestros límites de tolerancia, muchas veces para no sentirnos tan solas. Comienzan así las citas a ciegas, tan peligrosas como chatear en Internet y enamorarnos de los mentirosos que están detrás de nombres falsos, igual a como lo hacemos nosotras.
Experiencias tengo como para hacer dulce…y del bueno. En una oportunidad me presentaron a un prestigioso profesional de la medicina, con el que salí a cenar en tres oportunidades. En la primera no hizo más que hablarme de su divorcio, y en las otras dos también. Lo mandé al psicólogo y le dije que cuando se curara me llamara. De esto hace diez años.
En otra oportunidad, me presentaron “al candidato”, también profesional, adinerado, que si bien no es lo importante, ayuda. Ya no estoy como para moverme en colectivo o en taxi. Lamentablemente jamás aprendí a manejar y a esta altura de mi vida hasta me considero un peligro. El primer problema se presentó cuando advierto que le llevaba cabeza y media, o sea, ni con chatitas se disimulaba la diferencia de estatura. Pero estaba dispuesta a darme la posibilidad de conocerlo. También me despaché con que era soltero, ¡a esa edad soltero mmmm!, no me daba mucha confianza, básicamente por las mañas que adquieren los hombres que se pasan más de la mitad de su vida sin una pareja estable, mañas que no son ajenas a nosotras. Pero su estado pasó a un segundo plano cuando me fijó su determinante postura frente a la infidelidad. Comenzó hablando de que el hombre no es naturalmente monógamo, que para él la fidelidad era como ir a un restaurante y que te acerquen la carta y no poder consumir nada de lo que hay en ella, o sea algo así como estar a dieta, que las mujeres jamás los podríamos entender porque a ellos los mueve la testosterona y nosotras el estrógeno, que él satisfacía a la mujer que tenía eventualmente al lado y con el “remanente” hacía lo que quería y otro sinfín de argumentos que me dieron la respuesta al por qué aún no se había casado. Pero coronó la conversación con cálculos matemáticos que además de alucinarme me dejaron sin argumentos coherentes en medio de una conversación carente de sentido. Dijo que según las estadísticas mundiales, hay siete u ocho mujeres por cada hombre, y que por su experiencia y calle recorrida, sabe que de diez hombres, tres son homosexuales, uno bisexual, tres generalmente casados y el resto se tiene que ocupar o preocupar por las mujeres que quedan a la deriva, o sea satisfacerlas.
Mi mandíbula inferior, frente a semejante sincericidio, estuvo a punto de dar de lleno en la mesa, pero me sobrepuse, sabía al menos que este ser no era mi alma gemela.
También debo decir que salí en una oportunidad con una persona unos cuantos, o más bien, muchísimos años menor que yo. Fue impactante descubrir que aún era apetecida por el género masculino que no rayaba en la tercera edad, pero sabía que eso iba en contra de todos mis patrones culturales, por lo que luego de haber hecho un pormenorizado estudio de la oxitocina (hormona femenina que nos apega a ciertas situaciones que nos provocan felicidad), me di a la fuga.
Muchas veces me pregunté si había en el mundo una persona con la que pudiera compartir el resto de mis días. Allí comencé a indagar sobre el alma gemela. Recurrí a Aristófanes, quien de un modo muy peculiar elabora una teoría al respecto, como no me convenció recurrí a Platón y según pude entender, nada tenía que ver en estos temas su interpretación respecto del amor.
Para no seguir gastando pólvora en chimangos (dicho criollo) decidí no continuar buscando y comenzó la dulce espera de que el amor golpeara a mi puerta. Todos me decían “no sigas buscando, el amor llega cuando menos te lo esperás”, algo así como cuando no podés tener hijos y vienen los amigos y te dicen “cuando dejes de buscarlo, seguro que quedás embarazada”, comentario odioso, pero dicho y repetido miles de veces.
De todos modos, mientras uno espera, nunca falta quien te pregunte “¿y vos cuánto hace que no tenés sexo?, y ante la respuesta agregan “yo no sé cómo podés vivir sin sexo”. Y sé que no lo hacen con mala leche, también creo que deben haber personas que sin sexo no pueden vivir, que no es mi caso, pero no dejan de ser esos cascotazos que te dejan como un extraterrestre en este mundo tan surtido.
Al ver que el tiempo pasaba y que no me dejaba de taladrar en la cabeza una frase de mi madre: “hija, el amor no va a venir a golpearte la puerta, si estás encerrada en tu casa, nunca conocerás a alguien de quien puedas enamorarte”, y ciertamente tenía razón, decidí abrirme al amor, darle una posibilidad, saliera pato o gallareta (otro dicho criollo). De ese modo conocí a mi futuro ex marido. Y por qué lo digo, porque me reencontré con ese ser al que amé desde los trece años. Una de esas historias pendiente que uno tiene en la vida y yo decidí cerrarla.
Me di el permiso de la entrega incondicional, más allá de que ésta durara un día, un año o hasta el próximo divorcio, porque eso de “hasta que la muerte nos separe”, me aventuraría a decir que hoy es excepción que confirma la regla.
Viví la experiencia adulta más hermosa y oxitocinosa (no es un dicho criollo, solo una palabra que termino de inventar) de toda mi vida. Unos de esos espacios temporales que sin temor a equivocarme lo volvería a vivir a pesar de que pude vaticinar con absoluta certeza que terminaría en fracaso.
Mañana, en el Juzgado de Familia, tengo la segunda audiencia de divorcio, creo que va a ser el que más me duela, aún lo amo como lo hice desde los trece años, pero ya no lo soporto ni él a mí.
A pesar del resultado, les juro que es un final feliz.
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