Algo cansada de leer ficción, llena de amores compulsivos, sexo feroz y de historias cargadas de resbalones fácticos y horrores inventados, entré ese día a una librería muy chiquita, de esas que a la gente no les llama la atención porque les falta "estructura", como si de ello dependiese lo bueno o lo malo que hay dentro de ellas.
Me atendió un señor mayor, nieto del fundador de ese espacio. Él decidió mantenerlo intacto en memoria de aquél español ávido de letras que apenas podía leer cuando pisó nuestro suelo y que con el tiempo lo ilustraron de modo tal, que según dicen, no había un mejor crítico de las obras que caían en sus manos.
Avelino se llamaba el abuelo, Avelino Segundo el padre y como no quedaba bien ponerle al nieto Avelino Tercero, lo llamaron sólo con el primer nombre sin llenar ese espacio vacío del segundo que por esos tiempos era casi sagrado.
A esa historia me la iba contando mientras señalaba los escaparates divididos por temáticas. Yo le expliqué cómo se usaba el I, II y III en cuanto a nombres se refería, él me contestó que por esos tiempos, los de su abuelo, de milagro los chicos eran anotados, lo demás no dejaba de ser fruto de un conocimiento para algunos acotado, para otros, como ser para mí, de una inocencia que oprimía el corazón.
A esa historia me la iba contando mientras señalaba los escaparates divididos por temáticas. Yo le expliqué cómo se usaba el I, II y III en cuanto a nombres se refería, él me contestó que por esos tiempos, los de su abuelo, de milagro los chicos eran anotados, lo demás no dejaba de ser fruto de un conocimiento para algunos acotado, para otros, como ser para mí, de una inocencia que oprimía el corazón.
Sin lugar a dudas, su historia era mucho más atrapante que cualquiera de las que yo hubiera leído, y estaba deseoso de contarla ya que era probable que poca gente entrara a su negocio y sin lugar a dudas él no tenía con quién hablar. Estaba en esa edad en donde la voz se nos hace bajita, chiquita, casi imperceptible para los más jóvenes.
En la parte de adelante, como desafiando al resto de los habitantes inertes de ese casi sagrado espacio, había una gran vitrina que contenía las últimas novedades, de las que quizás no se haya vendido ni una, no por malas sino porque el público buscaba otro tipo de librerías, esas que hoy llaman temáticas en donde uno puede leer en el lugar, con un café de por medio y que se usan generalmente para hacer sociales, y en las que encontramos, según la ciudad, una hemeroteca con revistas de interés general, quizás también una galería de arte digital y la famosísima pinacoteca. Es como un modo nuevo de vincularse con gente de nuestra especie, la de los “lectores”.
Pues en esta no, nada de eso existía ni iba a existir, porque más allá del negocio estaba el recuerdo, el respeto a ese gallego que partió de su patria un día para cumplir el sueño de otros y se dio la posibilidad de construir algo que si bien no lo hizo millonario, lo llenó de otro tipo de satisfacciones. Escondida, detrás de esa vitrina, había un aparador con un gran cartel que decía “Escaparate de las historias verdaderas”. Los lomos de los libros estaban en blanco y las puertas de vidrio del aparador cerradas con llave. Con una profunda curiosidad me acerqué a Avelino, me dijo que lo llamara Vacho, luego me explicaría la razón de ese sobrenombre, y le pregunté el porqué de esa circunstancia. Con mucha amabilidad me hizo tomar asiento y comenzó a contarme una historia alucinante que encerraba una prieta síntesis de la vida de su abuelo.
Comenzó así: Mi abuelo materno emigró de su patria a los trece años, mejor dicho lo “emigraron”. Sus padres deseaban fervientemente tener un hijo cura y no tuvieron mejor idea que mandarlo a la Argentina en donde residía un hermano de su madre, sacerdote y muy entusiasmado por llevar ovejas a su rebaño. El abuelo hizo un tormentoso viaje en barco que para él duró siglos, pero en realidad no era el tiempo el que le hacía largo ese viaje, sino los proyectos que tenían para él y los que no compartía en absoluto. Las condiciones en las que viajaban, eran realmente denigrantes, lo hacían como ganado, o al menos así lo vivió él. Pero eso sí, traían un ilusión desbordante, soñaban con hacer de esta tierra, su tierra. Eso de que “venían a hacerse la América ”, no era cierto, me dijo, venían a romperse el lomo trabajando y a formar parte de este país. Esos inmigrantes, incluido mi abuelo, lo hacían de sol a sol, casi diría inculcando en los nativos, una cultura del trabajo pocas veces vista. El abuelo contó que al llegar a Argentina y cuando se dio la orden de desembarcar, quedó preso de un ataque de pánico, toda la angustia padecida en el viaje se le borró frente a la perspectiva de lo que le esperaba. Trató de esconderse para no bajar, pero sintió que alguien lo tomó del cuello de su saquito raído y lo puso en la fila para descender del barco. Nada le costó encontrarse con su tío, ya que el buen hombre era el único que vestía sotana, y él muerto de miedo, de hambre y con una angustia que le estremecía el alma, decidió rendirse ante las circunstancias y corrió al encuentro de aquél que definiría su vida de un modo bastante extraño. Jamás olvidó ese hábito negro con olor rancio que cubría una portentosa humanidad y que solamente dejaba ver unas manos bellas, que no daban muestras de haber trabajado jamás, al menos de la forma en la que él entendía al trabajo. Una cara rechoncha con cejas anchas y muy tupidas y una sonrisa sarcástica que denotaba el profundo placer de tener a uno de su sangre engrosando las filas de la Santa Iglesia, le dieron la bienvenida. Ya instalado en Rosario, lugar en el que se encontraba el convento al que pertenecía su tío, fueron muchos los dolores de cabeza que el abuelo le dio al cura, quien al parecer, jamás supo muy bien qué hacer con este joven que en cierta forma le había cambiado la vida y le había hecho perder la paz. Se revelaba a levantarse temprano, a las comidas, a las oraciones, a las misas, al trabajo dentro del convento y a cuanta cosa trataran de imponerle. El cura lo puso como monaguillo y al poco tiempo debió sacarlo porque era tanta la distracción del abuelo, que en las misas siempre alguna macana se mandaba y ponía al sacerdote muy nervioso. Al año aproximadamente y luego de haber tenido una conducta perfecta durante un mes, cosa que hizo para que no se sospechara sobre sus proyectos, se escapó del convento. Una mañana, muy temprano, antes de la misa de las seis y media, tomó sus poquísimas pertenencias y se escondió detrás de los portones de acceso al lugar. Esperó hasta que el cura encargado de recibir la leche lo abriera. Era emocionante escucharlo cuando relataba lo que para él significó traspasar ese portón. Decía que un mundo maravilloso se le presentó ante sus ojos, que era tal la felicidad que tenía que juró nunca más volver. Cuenta que su huída fue algo mágico, de ahí en más todos los problemas se le iban solucionando al poco tiempo de aparecer. Recuerdo que se le llenaban los ojos de lágrimas cada vez que recordaba a España, a la que nunca pudo volver. Luego de muchas vicisitudes y con un sueño inmenso a cuesta el abuelo recaló en Mendiolaza, provincia de Córdoba, en donde comenzó a pergeñar la idea de instalar una librería en el centro de la ciudad. En ese pueblo se casó y tuvo a sus hijos, el primero fue mi padre. Ah, me olvidaba, me dicen Vacho porque de chiquito me decían Vachio, luego degeneró en Vachi y ahora de viejo en Vacho, debe ser haciendo una consideración al vacío de un segundo nombre, eso creo haber escuchado de boca de mi abuela. Pero vio como es esto de los sobrenombres, a uno le ponen cualquiera y luego lo explican del mismo modo. Mi padre se dedicó al campo, las letras jamás le interesaron, entonces fui yo, curioso como mi abuelo, el que desde pequeño lo acompañé en este emprendimiento y luego de que falleciera, mi padre y sus hermanos me lo cedieron.
––Pero no me ha dicho aún por qué ese escaparate está cerrado con llave.
––Porque esos libros contienen historias verdaderas de gente que como mi abuelo, que sin ser escritor, allí contaba sus historias y muchos de los que no saben qué hacer con las suyas, ya que tampoco son escritores, las plasman en esos libros, que no están a la venta pero pueden leerse. El mundo literario es muy cruel, y aunque vivir también puede serlo, encierra maravillas dignas de ser contadas. Esos libros encierran verdaderas obras de arte, como lo es la vida, pero los editores de eso no entienden nada, de ese modo los ayudo a plasmar sus vivencias, sin que les saquen una coma, porque para ellos esa coma es un pedazo de sus existencias y para los correctores, algo que pueden mover sin ningún cargo de consciencia.
Eso me bastó, jamás volví a pisar otra librería, siempre acudí a la de Vacho y me deleité con las historias de esos anónimos que no llegarán jamás a tener un Best Seller en su haber, pero más de uno se lo merecería.
No hay comentarios:
Publicar un comentario