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martes, 8 de marzo de 2016

EL REPARTIDOR DE FELICIDAD

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Paraíso, infierno. Tierra, cielo. Blanco, negro. Pareciera que los extremos son populares y lo que hay en medio de uno y otro perdiera relevancia. En mi vida, existieron siempre dos universos, uno cargado de grises, de limbos, de espacios que ni tocaban la tierra ni se animaban a rozar el cielo, el otro…cómo explicarlo, era una ilusión, quizás nacida de mis más dolorosas necesidades.
Si yo tuviera que describir mi vida, se podría decir que la noche ganó mi día y los grises mi esperanza. No fui precisamente una de esas personas tocadas por las manos de las hadas, de Dios o de quien sea el que reparte la felicidad. Muy por el contrario, debí lidiar contra las tempestades para poder sobrevivir la noche y que no me ahogaran los mares del desconsuelo.
Tuve la gran desgracia de ser gestado una tarde en la que mi madre volvía de su trabajo y por esas cosas del destino cambió su ruta de regreso a casa. Cuando pasó por una obra en construcción, un hombre la asaltó y la violó. Ella tenía tan solo quince años y la maldición de ser extremadamente fértil.
Lo calló por largo tiempo hasta que su madre se dio cuenta de que algo le sucedía. Ya llevaba seis meses de embarazo y su barriga le llamó la atención. Lo primero que dijo su madre fue: “si es lo que pienso, es tarde para todo”. O sea que gracias a que mi madre ocultó la violación, hoy puedo contar mi historia.
Nací en la miseria, con una madre niña que no sabía qué hacer conmigo, por lo que fue mi abuela la que a duras penas pudo prolongar mi infierno en esta tierra. Crecí en la mugre, comí basura, ya que cuando algo había para comer, se lo daban al que creían que más lo necesitaba, casi nunca me tocaba a mí, creo que sentían que yo era el más fuerte. En verdad, no lo era, pero se ve que el repartidor de felicidad estaba empeñado en que yo viviera.
Cuando cumplí los cinco años y ya lleno de soledades, me inventé un amigo. Va, no sé si lo inventé o realmente existió, porque yo al menos no podía dirigir su vida, más bien él hacía lo que quería con la mía. Era rubio como los ángeles y tenía sus ojos de un celeste muy profundo en el que me hundía cuando no encontraba ese lugar en donde me pudiera sentir a gusto. Y juro que nunca tuve demasiadas aspiraciones, solo quería una pequeña cuota de tranquilidad y no ser permanentemente golpeado, por la vida y por mi abuela. Cada uno de los integrantes de mi familia, veían en mí al violador de mi madre, y cada problema que les venía, muchas veces de arriba como les sucede a los pobres, yo la ligaba invariablemente. Era el depositario de la violencia y hasta llegué a justificarlos ya que me sentía parte de ese monstruo que fue eso que llaman padre.
Paulino, así se llamaba mi amigo invisible, no para mí, yo lo veía, pero el resto no, con él me entretenía con juegos extraños, pero juro que a través de ellos conocí un poquito la felicidad.
Él me hacía cerrar los ojos y creaba para mí mundos maravillosos. Recuerdo que jugaba con Cisco Kid y su caballo Pancho de ojos grandes, muy grandes, o con Batman y Robin o con Superman, y que se yo con cuántos personajes más de los que había oído hablar, pero a los que nuca vi salvo en mis fantasías, ya que de un televisor en mi casa ni soñarlo. 
Otras veces Paulino me invitaba a conocer mundos nuevos, en donde yo era un chico como cualquier otro, jugaba, reía y me sentía amado, hasta un perro tuve, le puse Piquín, porque era hocicudo. En esos mundos había comida, mucha comida, toda la que yo quisiera. Pero por sobre todo amor, nadie me pegaba, todos me querían y de eso disfrutaba de un modo inexplicable. 
Mi abuela jamás me mandó a la escuela, aunque aprendí a leer con una maestra vecina, a cambio le hacía los mandados. Marta se llamaba, murió en un tiroteo entre delincuentes, quedó en medio de la balacera.  Si la habré llorado, fue el único ser real en mi mundo gris que me amaba. 
A medida que crecía, mis sueños se iban transformando, creo que acorde a mi edad. Cuando llegué a los quince, Paulino desapareció de mi vida para siempre, recuerdo haberlo llamado por días enteros a los gritos. Mi abuela, que a esas alturas se estaba desequilibrando conmigo, se cansó de pegarme. Cometí entonces uno de los errores más grandes de mi corta existencia, le conté lo de Paulino, para ver si ella así me entendía. Recuerdo que la mujer se puso roja como un tomate, me sacudió la cabeza con una de las bofetadas más fuertes de mi vida y dijo: “Está totalmente loco este chiquillo de porquería”. 
Mamá para esos entonces era ya una mujer, se había casado y tenía ocho hijos, en la villa es así, parecen conejos, no los pueden alimentar, pero los tienen, total, los que sufrimos somos nosotros. Nunca me defendió, es más, creo que nunca me reconoció como hijo, puso un velo a sus recuerdos y decía que era un criado de mi abuela. Cuando la anciana se cansó de mí, me echó de su casa. Dormí durante un año en un vagón de ferrocarril, con una jauría de perros sarnosos que vivían con tanto hambre como yo.
Una mañana me pregunté por qué necesitaba de Paulino para crearme un mundo mejor, y fue entonces que decidí viajar solo. Luego de varios intentos lo logre. Me recostaba en el pasto mirando las estrellas y luego de admirarlas por un largo rato, cerraba los ojos y recorría lugares maravillosos, en donde había amor, amigos y fundamentalmente comida, mucha comida. Cada vez me costaba más volver, se me había hecho un vicio eso de escaparme a mi mundo imaginario, o quizás no tan imaginario, porque más de una vez me pasó que al volver no tenía hambre, hasta que un día no comí más en el mundo “real”. Fue entonces que me dije: “Para qué volver si acá no tengo nada” y decidí quedarme en el otro.
Allí fui muy feliz, encontré una madre que me adoró, una familia que me acogió con todo ese amor que siempre imaginé pero que nunca tuve, eso sí, conmigo vinieron los perros de la calle que me hicieron compañía por tanto tiempo, al año parecían otros, gordos, sanos, limpios, igual a los perros de la alta sociedad. Por fin había encontrado al repartidor de la felicidad, jamás lo vi, sin embargo sabía que allí estaba.
Una mañana pasó algo muy extraño, sentí que me despertaban a los sacudones. Cuando abrí los ojos me encontré con Paulino, ya era un hombre, y tenía en su mano una jeringa inmensa que intentaba ponerla en un suero que colgaba de ese gancho que me arruinó la vida, que me ancló a la tierra y a nuevos dolores. Mi amigo invisible se había hecho real, lo llamaban doctor Luna, que ironía, venir a llamarse justamente Luna.
Miré a mi alrededor y me di cuenta que mi paraíso había desaparecido, todo lo que había era de color blanco, las sábanas, las cortinas y hasta Paulino vestía de blanco. Sus ojos no eran tan celestes ni su cabello tan rubio. Su trato dejó de ser cordial, tal vez no quería ser más mi amigo.
Vi a mi abuela detrás de un vidrio, con su mano me dijo adiós, pero no un adiós momentáneo, sino de esos que son para siempre. Eso se siente, yo ya los conocía, muchos de esos adioses tuve en mi vida. 
A partir de ese día no pude soñar más, creo que fue por los medicamentos. Me contó Lucía, una enfermera, que me encontraron medio moribundo y delirando en las vías del ferrocarril y que mi abuela dio la autorización para que me internaran. Estaba en un neuropsiquiátrico. Nunca más salí de ahí, hoy tengo setenta años y siento que he quedado suspendido entre mis dos universos, pero lo bueno es que no me han podido sacar los recuerdos, por eso creen que estoy loco, porque en terapia sólo cuento sobre ese mundo que me enseñó a descubrir Paulino, que se parece a Luna pero que no los es, de eso estoy seguro. No les voy a decir jamás la verdad, ya que acá tengo amigos, soñadores como alguna vez lo fui yo, algunos perros que me hacen compañía, y por sobre todo, me dan de comer todos los días. Al que aún no he podido encontrar es al repartidor de felicidad, él sí que me debe una larga charla.                                        

2 comentarios:

  1. Bueno tengo que decir que más de uno tendríamos que estar en un psiquiátrico aunque no por locos si no por creer en nuestros sueños y no negarlos a los que creen que son fantasías, buen relato Amanda...como siempre. Abrazos

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  2. Así es Shoin, por eso yo en cualquier momento al psiquiátrico, a seguir cultivando sueños en ese jardín en donde no crece la maleza!!!!

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