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sábado, 11 de junio de 2016

EN LA OSCURIDAD DE ESE CUARTO...ME ENAMORÉ

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Allá por la década del cincuenta, don Hermenegildo Soteras, contrajo matrimonio con la bella María de los Milagros Cabanillas, una boda planeada desde que nacieron, lo bueno del caso fue que los chicos se amaron desde niños y no les costó acatar la decisión paterna.
De esa unión nacieron cuatro niñas y un varón al que llamaron Hugo. El muchachito creció entre polleras por lo que el padre se propuso sacarlo macho a como diera lugar. Sí, a como diera lugar...
A los cinco años ya formaba parte del equipo de fútbol de la escuela, a los diez entró en las infantiles de uno de los clubes más famosos de la ciudad, en donde se destacó por su destreza y por el cansancio que le producía tener al padre como a un moscardón en la oreja, queriendo que su hijo sea un campeón.
A Hugo le gustaba la música, pero el padre por temor a que le saliera medio “fino” como él decía, lo incentivó para el lado de la fotografía. Como para el muchacho el arte se podía tratar de cualquier cosa que lo hiciera volar de ese mundo al que don Hermenegildo lo quería atar,  respetó el mandato paterno y puso toda su erudición en ese arte.
Para forjar más su masculinidad, a los dieciseis lo hizo debutar con una prostituta de la ciudad, cabe aclarar que era una ciudad del interior del país, o sea un pueblo grande, en donde los infiernos eran tanto o más significativos que los de un pueblo chico.
La mujer que lo inició en el arte amatorio, era unos años más grande que él, pero no demasiados, y con una experiencia inigualable para iniciar a los párvulos del lugar. Hugo quedó embelesado con ella, fue la que, en las oscuridades de un cuarto, lo hizo volar por los cielos sin necesidad de recurrir a la pintura, a la música o a la fotografía. Descubrió a través de Lucía que al placer, al goce, lo tenía al alcance de su mano sin demasiados sacrificios.
Él sabía que por sólo unos pesos, los días y las veces que quisiera podía recurrir a Lucía para que lo transportara al paraíso. Tuvo sexo con ella durante años y también largas charlas, esas que no podía tener con el padre. Las prácticas más inusuales le fueron concedidas por esta mujer que se ganaba la vida dándole el gusto a muchachotes desesperados que la hundían en el fango de la lujuria y del cual no podía salir por necesidad. Ella era el único sostén de sus tres hijas y jamás consiguió otro trabajo para mantenerlas.
Cuando Hugo cumplió los veintiséis años, ya estaba recibido de arquitecto y le ofrecieron un trabajo muy importante en una ciudad vecina, a unos quinientos kilómetros de la suya. No le costó tanto dejar la casa paterna como dejar a Lucía, de la cual no conocía ni siquiera el color de sus ojos.
La noche antes de viajar, fue a visitarla, pero esta vez, sólo para despedirse. Menuda sorpresa se llevó cuando finalmente miró a la mujer con la que había tenido sexo en las penumbras por casi diez años. Alta, muy delgada, a sus cabellos los llevaba recogidos con una gran trenza que le llegaba casi a la cintura, ojos pardos y profundamente tristes, y una sonrisa de niña que cautivó a Hugo. No la vio tan grande como cuando él era casi un niño.  
La despedida fue extraña. Ella sintió que se le iba un pichón, y él que estaba dejando a la mujer que lo había hecho hombre y la que lo había liberado de ese yugo paterno que lo hizo transitar por caminos correctos pero no muy deseados. Más de una vez le dio un consejo, quizás más sabio de los que salían de la boca de su padre.
Su carrera fue gloriosa, él pudo desplegar toda su creatividad en obras muy reconocidas que le dejaron grandes dividendos. Sin embargo, siempre sintió que algo le faltaba en su vida, y era ese placer que sentía al lado de Lucía.
Durante su estadía en la ciudad vecina, conoció decenas de mujeres hermosas, y buscó en ellas ese goce que aquella mujer le había proporcionado en forma casi desmedida por años. No lo encontró a pesar de los esfuerzos que hacía por recurrir a lo que su memoria corporal le marcaba en busca del olimpo, eso que sólo le daba Lucía.
En una oportunidad se topó con una jovencita que pareció volverlo loco, pero que no estaba dispuesta a complacerlo en sus caprichos sexuales. Fue un golpe muy duro para Hugo, él creyó haber encontrado a la mujer con la que pasaría el resto de su vida, pero cuando hacía el amor, sólo pensaba en Lucía, en lo que ella le daba y en la imposibilidad de lograr todo eso con esta muchacha.    
Al ver que no se entendían en algo que para él era muy importante, decidió cortar la relación y seguir peregrinando hasta encontrar eso que lo hiciera completamente feliz. En cierta oportunidad y remedando viejos tiempos, concurrió a un burdel en busca de una mujer que saciara sus deseos. Pagó y mucho por una que en cierta forma le recodaba a esa mujer que jamás sacó de su cabeza. Ella lo llevó a un cuarto en penumbras, lo desvistió con una brutalidad que a él lo excitó y luego le pidió que la desnudara. Cuando sus cuerpos se unieron, Hugo cerró los ojos y pensó en Lucía, indudablemente era su musa, su estímulo, pero bastó que la mujer hablara para que todo ese hechizo que comenzaba a crease desapareciera en ese cuarto con olor a hartazgo.
Fue en ese momento en el que se dio cuenta de lo que estaba pasando. Dejó aquél lugar, esperó un par de días y volvió a su ciudad. Luego de instalarse en su casa y poner al día a sus padres de los logros conseguidos, corrió en busca de Lucía. Al llegar a la casa golpeó la puerta con todo el furor y la indignación de saber que había hecho uso del un ser maravilloso que se había atravesado en su camino y que lo había marcado profundamente. Por primera vez pensó en ella como mujer.  
La puerta se abrió y apareció una muchacha muy joven que le hizo recordar a la madre, era su viva imagen. Le preguntó por Lucía y ella le contestó:
––Mamá está internada desde hace un par de años en una institución psiquiátrica. Tiene una especie de brotes psicóticos a los que no les encuentran el motivo.   
––¿Podría ir a verla?
––¿Quién es usted?
La pregunta lo paralizó, ¿quién era él en la vida de Lucía?
––Soy sólo un amigo que la quiso mucho.
Al pronunciar esas palabras se le hizo un nudo en la garganta. Se dio cuenta que él amó a esa mujer. Un amor extraño pero el más verdadero que haya sentido en toda su vida.
La hija lo acompañó hasta el lugar en el que estaba internada Lucía y una enfermera lo llevó a su encuentro.
Estaba sentada bajo un eucalipto añoso, con la misma trenza, ahora iluminada por finos hilos de plata, muchos menos de los que lucía él en su cabeza. Se acercó y le dijo:
––Lucía, soy Hugo, ¿me recuerdas?   
Ella lo miró y le dijo:
––Te recuerdo, cómo no te voy a recordar, pero jamás me dijiste tu nombre.
Hugo la abrazó y lloró en su regazo por largo tiempo, estaba frente a la mujer que más había amado en la vida y a la que había dejado como se deja a un objeto. Jamás pensó que ella había dejado en él una huella imborrable.
––Debo confesarte algo Lucía, jamás amé a una mujer como lo hice contigo. De eso me di cuenta no hace mucho tiempo. Perdóname.
––¿Perdonarte qué muchacho? Yo también me enamoré de ti, lo que hubo entre nosotros fue uno de esos amores que nacen a pesar de las circunstancias. Pero ahora no hay vuelta atrás, estoy perdiendo la razón, no sé si mañana me acordaré de ti, no sé si mañana estaré acá o tres metros bajo tierra. Pero una cosa debo decirte, hay gente a las que no les espera el olvido, eso nos ha pasado a nosotros. No es casual este final en mi vida y espero que el tuyo sea mejor. No me busques en otras mujeres, no me vas a encontrar en ninguna.            
Hugo, por primera vez en su vida hizo lo que su corazón le mandó y liberado de todos los pesos impuestos, le dijo:
––Lucía, no pienso abandonarte y espero que este final no casual en tu vida pueda revertirse. No he encontrado la felicidad y sé que a tu lado puedo llegar a ser inmensamente feliz.
Ella lo abrazó y con lágrimas en los ojos le dijo:
––Jamás permitiría que mi niño permanezca al lado de la golfa de la ciudad. Sigue tu camino y huye del infierno en el que se puede convertir tu vida por estar a mi lado. Mi muchacho, eso es el amor, eternamente generoso e imprudentemente valiente como para hoy poder decirte adiós, y ahora es para siempre.    
––Porque el amor es eso, le contestó Hugo, imprudentemente valiente, elijo quedarme a tu lado y te aseguro de que me voy a encargar de que nunca te olvides de mí. 
Pasaron unos pocos años y Lucía dejó este mundo tomada de la mano de ese muchachote que por imprudencia, valentía y amor, le devolvió esa dignidad que creyó perdida. Hugo siguió con su vida, pero nunca la pudo encauzar afectivamente, sabía que amores como esos sólo se tienen una vez en la vida y él lo conoció gracias a esa mujer que dejó en él un sello que nunca pudo borrar.     

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