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miércoles, 24 de agosto de 2016

UNA DULCE MELODÍA OTOÑAL

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Paolo era un ser vital, trabajador, un caldero del cual se nutría toda la familia y un numeroso grupo de amigos que recogió a lo largo de su vida. Hombre fuerte, a quien todos recurrían en busca de apoyo, algún consejo y muchas veces una ayuda económica a la que siempre estaba dispuesto. Su vida fue exitosa desde donde se la mirara.
Se recibió de médico a los veintisiete años y por ser un alumno ejemplar, no tardó en conseguir un trabajo muy bien remunerado que lo llevo a hacer en pocos años una carrera exitosa. Era un cirujano reconocido mundialmente por haber desarrollado técnicas quirúrgicas que sorprendieron al mundo de la ciencia.
Lamentablemente cuando cumplió los cuarenta años, falleció su esposa dejándolo con tres hijos pisando la adolescencia con todo lo que eso conlleva. Pero Paolo decidió que sacaría a los muchachos adelante y que haría de ellos hombres de bien.
A todos los hizo estudiar y al cabo de unos años tenía bajo su techo, a un ingeniero, un médico y un abogado. El hecho de haberse dedicado de lleno a la familia y al trabajo, le hizo perder contacto con muchos de esos amigos que llenaron de algún modo su vida luego de la muerte de su mujer.
La vorágine en la que se vio inmerso no le permitió advertir su futuro. Estaba demasiado ocupado como para proyectarse en el tiempo. Su hijo Carlos, el médico, se perfeccionó en Estados Unidos, lugar en donde no tardaron en ver su capacidad, seguramente heredada de su padre, y fue contratado en uno de los hospitales más emblemáticos de New York. José Antonio, el Ingeniero, se radicó en Suiza, algo con lo que había soñado desde pequeño y Rafael fue nombrado Juez en Río Negro gracias a contactos que tenía Paolo en ese lugar.
Una vez que los hijos estaban bien ubicados y con un porvenir próspero, Paolo se sintió realizado como padre, había hecho todo por esos tres hijos y dedicó a su esposa un logro que a ella la hubiera puesto muy feliz.
Luego de despedir a Rafael en el aeropuerto, volvió a su casa y por primera vez sintió que estaba tan vacía como su vida. Encendió todas las luces, puso fuerte el televisor y comenzó a hacer la cena. Nunca había cocinado para uno, no sabía cómo hacerlo. Todo lo que había le parecía mucho. Una nevera llena, algo que muchos hubieran deseado, a él lo llenó de nostalgia.
Se sentó en la sala, cerró los ojos, y con esa exquisita memoria que tienen los sentidos, pudo ver a su mujer dándole la noticia del primer embarazo, escuchar a los niños correr por la casa, y sentir el olor a canela y miel característico de las tortas de Marina, su esposa. Al encantamiento lo rompió el sonido del teléfono, lo llamaban de urgencia del hospital. Salio corriendo de la casa y cuando se encontró en la vereda a punto de subirse al auto, un sudor helado lo paralizó, sintió que se moría. Pensó que estaba a punto de tener un paro cardíaco.
Como pudo y con una fuerza de voluntad sacada de su extrema responsabilidad, intentó reponerse e ir al hospital. Una vez en el lugar, se dio cuenta de que sus fuerzas no lo estaban acompañando, por lo que decidió llamar a otro cirujano para lo cubriera en esa emergencia. Paolo en lugar de asustarse dio gracias a Dios de que eso le pasara cuando su misión había finalizado. Si la muerte venía él podía recibirla tranquilo, sus hijos eran hombres y los coronaba el éxito.
Los síntomas de ese día se prolongaron por una semana, luego de lo cual, desaparecieron. Lo que no desapareció fue esa sensación de que todo en la vida le quedaba grande. La casa, esa inmensa camioneta que compró para llevar a sus hijos y a los amigos de los muchachos de vacaciones, esa nevera que lo martirizaba, una piscina que ya no se usaría porque a él no le gustaba demasiado el agua, un patio marcado con huellas que dejaron los perros que se fueron con sus hijos y un sinfín de cosas que iba descubriendo día a día.
Una mañana se levantó decidido a revertir la situación. Se bañó, afeitó la barba de al menos una semana, peinó sus canas como en los viejos tiempos y partió rumbo al hospital. Sus colegas se sorprendieron al ver que volvía a ser el de antes, gentil, gracioso y movedizo como pocos.   
Mientras estaba trabajando, todo parecía andar de maravillas, pero le costaba muchísimo volver a su casa, ella le recordaba las ausencias y la anchura de su soledad. Sin embargo, también decidió desafiar ese sentimiento intentando llenarla con otras cosas. Fue entonces que resolvió hacer reuniones con esos viejos amigos a los que había abandonado porque el tiempo no le alcanzaba y que suelen desaparecer cuando uno los descuida. Pretextos fue lo que recibió a cambio de sus invitaciones, y nos los juzgó, fue él quien alejó a toda esa gente maravillosa que lo rodeaba, pero se dijo que bien valió la pena tanta pérdida, él había logrado su éxito por otro lado, nada más ni nada menos que por el lado de los hijos.
Pensó que debía buscar la solución de otro modo, y fue así que comenzó a llenarse de trabajo, a veces no le alcanzaban las horas del día para atender a tantos pacientes. Lo que pretendía era volver lo menos posible a la casa, a ella la culpó de todas sus angustias.
Un día, en una cirugía muy importante, advirtió un tenue temblor en su mano izquierda. Si bien lo preocupó, pensó que sería el resultado de tanto trabajo. Ese temblor desapareció por unos días, pero cuando volvió lo hizo con una violencia que debió  abandonar una cirugía y encargársela a un ayudante bajo su supervisión.
A pesar de que quiso ignorar lo que le estaba sucediendo, el mal iba creciendo y como consecuencia de ello debió dejar de operar. Se dijo que ese mal no lo iba a vencer, que seguramente luego de unas largas vacaciones todo se iba a solucionar. 
Planeó un viaje a Estados Unidos a ver a su hijo, cuando se lo comunicó él  le dijo que para esa fecha no iba a estar, cambió de rumo, decidió viajar a Suiza, llamó a Antonio y no lo encontró, por lo que no podía arriesgarse a viajar sin saber si lo encontraría, por último decidió quedarse en el país e ir a visitar al más chico. Se llevó una ingrata sorpresa cuando el muchacho le comunicó que para esa fecha tendría a los parientes de la novia instalados en la casa y le iba a ser imposible alojarlo.
Paolo quedó un tanto desorientado, pero por ser un hombre pujante, los avatares de la vida no lo sacudían por mucho tiempo. Decidió posponer el viaje y aprovechó para hacerse un chequeo médico y descubrir cuál era el origen de su mal. Luego de muchos estudios, y con la rigurosidad que el caso ameritaba por tratarse de un médico, llegó la sentencia. Tenía una enfermedad neurológica degenerativa e irreversible.
Paolo creyó que el mundo se le venía encima, estaba totalmente solo frente a esta contingencia, su única familia eran sus hijos y ellos no estaban disponibles, cada uno tenía compromisos que no podían abandonar para hacerse cargo de lo que en poco tiempo se convertiría en una invalidez con la que no quería cargar a nadie.
En una de sus tantas internaciones para confirmar el diagnóstico, conoció a Zulema, padecía su mal y charla va, charla viene, comenzaron una hermosa amistad. Ella casualmente vivía en un barrio cercano al suyo por lo que sus encuentros comenzaron a ser más seguidos.
Zulema también era viuda, tenía cinco hijos con sus vidas hechas y si bien había contacto con ellos, no se veían muy seguido ya que como los de Paolo, cada uno tomó un rumbo diferente y estaban lejos de su madre. Todos vivían en otras ciudades.
En medio del espanto que los unió, nació un amor maduro, indulgente y sabio que al parecer los hacía muy felices mientras esperaban lo inevitable, que se cumpliera esa sentencia que pesaba sobre ambos y que no quisieron compartir con nadie para no cargar a sus seres queridos con lo irremediable.
Soñaron con unir a las dos familias, no lo lograron, tantos los hijos de él como los de ella censuraron desde un comienzo ese amor. Los hijos de Paolo decían que Zulema iba tras su dinero, y los hijos de ella decían que Paolo la quería para que fuera su enfermera. Ninguno se preocupó por lo que pasaba por el cuerpo y el alma de sus padres. Desconocían que ambos padecían el mismo mal.
Ante tanta incomprensión, huyeron como dos adolescentes, sin dejar rastros. Vendieron todas sus pertenencias y compraron una casita en el campo, lugar en el que decidieron esperar la muerte, juntos y amándose del modo que la vida les permitiera, porque al parecer hasta la vida se ocupó de ir restándoles esas fuerzas que necesitaban para profesarse a diario el amor que se tenían.  
Esa desaparición unió a ambas familias con el fin de emprender la búsqueda de Zulema y Paolo a quienes literalmente se los había tragado la tierra, y fue entonces que descubrieron lo que había sucedido.
Cuando finalmente los encontraron, ya era tarde, ninguno fue reconocido por sus padres. No fue maldad, es que realmente habían desaparecido del mapa de sus vidas, sencillamente no los recordaban, eso era uno de los síntomas de la enfermedad. Para Paolo sólo existía Zulema y para ella ese hombre que cada mañana la tomaba la mano para no soltársela hasta el ocaso. Así terminaron sus días, en una comunión que ni la misma enfermedad venció, en un mundo paralelo lleno de una esperanza chiquita y temblorosa que dejó como enseñanza que los actos de profundo egoísmo jamás pueden subsanarse.


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