Estaba sentada en la playa con mis pies metidos en al arena tratando de
encontrar la humedad. Hacía mucho calor, los rayos del sol pegaban más fuerte que
nunca. Tomé mi sombrero de paja y lo coloqué sobre mi cabeza. El mar estaba
tranquilo, el silencio era abrumador, ni siquiera una gaviota rompió esa pausa
incomprensible que me acompañó desde la madrugada.
Miré hacia el horizonte y no vi más que azul, ya que en su inmensidad el
mar se confundió con el cielo, no pude determinar en dónde comenzaba uno y
terminaba el otro. Tratando de descifrar la incógnita, me pasé un buen tiempo,
justo el necesario para hacerme olvidar por un momento esa vida mía llena
nada más que de detalles.
No quería hacerme ni una sola pregunta, quizás porque sabía que la
respuesta iba a ser tan dolorosa que me impulsaría a buscar un fin, cosa que
aún no estaba dispuesta a intentar. Tampoco quería hacer una revisión de vida,
era demasiado tarde, se me había ido de las manos y yo no me di cuenta. Cuando
pasa eso no es cuestión de querer enmendar lo irremediable.
Desde el este comenzó de pronto a correr una suave brisa, tan cálida y
agobiante, que me incitó a darme un chapuzón en ese mar al que jamás le puse un
pie. Siempre lo miré de lejos, el agua no era mi aliada, un accidente de
pequeña me hizo temerle y respetarla.
Comencé a caminar muy despacio por la arena abrasadora y a pesar de que
sentí que me estaba lastimando, no atiné a apurar el paso. Creo que no quería
llegar, sabía que sería un desafío adentrarme en las entrañas de ese
desconocido que me tentó desde el primer día de mi estancia en la casa, pero al
que me negaba, no quería darle con el gusto.
Cuando mi pie derecho se posó sobre la espuma de la orilla, mi pie
izquierdo no quiso levantarse del suelo, no me dejaba avanzar. Retrocedí, pero
sólo para tomar impulso, no era posible que hasta mi pie me dominara.
Cerré los ojos y me lancé al agua, nadie me había dicho que esa era una
zona en donde el mar caía a pique. Nadie lo dijo porque la casa estaba perdida
en medio de la nada y desde que llegué al lugar no me crucé con persona alguna.
Al ver que no podía hacer pie, comencé a desesperarme, cuando era niña
sabía nadar, entonces debí recurrir a mis registros infantiles para poder al
menos no quedar presa del pánico. Cerré los ojos y me dije “tranquila”. No supe
en ese momento si las olas me estaban llevando hacia la orilla o mar adentro,
mi cabeza estaba totalmente bajo el agua y el aire que me quedaba en los
pulmones no era mucho.
Sentí que me hundía, levanté los brazos como queriendo aferrarme a algo
que no había y no logré sacarlos a la superficie. Me entregué, estaba
segura que de esa no saldría. Millones de fragmentos de mi vida pasaron en un
segundo por mi cabeza, y en esos fragmentos no vi más que detalles, pinceladas
de un cuadro incompleto, demasiadas cosas pendientes, aplazadas, inconclusas.
Cuando mi cabeza comenzó a perderse en la inmensidad de ese mar y de mis
recuerdos, sentí que una fuerza poderosa me levantó por los aires. Al abrir los
ojos me di cuenta que estaba en la playa con alguien sobre mí haciendo
maniobras de resucitación supongo. No le alcanzaba a ver la cara, pero supe que
era un hombre.
Por un momento volví a perder el conocimiento y me sentí nuevamente en
las profundidades de ese mar que era tan peligroso como mis recuerdos. Quería salir
de ambos, lo logré luego de algunos minutos. El hombre me estaba dando golpes
desesperados en el pecho, al cabo de unos segundos largué como un litro de
agua, fue entonces que reaccioné.
Lo miré, se lo agradecí y él con una inmensa sonrisa dijo: ––gracias a
Dios, pensé que te morías ––.
Y no hubiera sido una mala idea finalmente, sólo un accidente. Jamás se
me había pasado por la cabeza suicidarme ni mucho menos, había ido a ese lugar
en busca de un milagro; poder poner en orden mi vida no importando el tiempo
que ello me insumiera. Pero la espera se estaba volviendo demasiado larga y no
aparecía una solución.
Este hombre al parecer era un pescador que por casualidad pasaba por el
lugar, de lo contrario a esta historia no la podría estar contando. Su pequeña
barca estaba en la orilla y era lo único que me dio en ese momento un punto de
referencia en ese azul que no dejaba de atormentarme. Me pregunté entonces si
no era eso lo que faltaba en mi vida, un punto de referencia. No seguí
ahondando en el tema ya que mi salvador estaba a mi lado y era hasta descortés
pensar en otra cosa.
Antes de conectarme totalmente con él, alcancé a darme cuenta de que en
realidad no era el azul mi problema, sino todos esos detalles de los que estaba
compuesta mi vida. Trazos fragmentados en un bastidor con demasiados blancos, a
los que no pude o no supe rellenar en su momento para así finalizar la obra.
Tampoco sabía cuál era esa obra que tantos disgustos me estaba trayendo,
ya que en mi mente no había nada pergeñado que me indujera a pensar sobre el
modo de finalizarla. Pero lo más lamentable de todo eso que se me estaba
pasando por la cabeza, era el hecho de que ese cuadro inconcluso era mi vida, y
el tiempo se estaba terminando, no podía esperar hasta mañana, ya que a ese mañana
no estaba muy segura de poder alcanzarlo.
El hombre me preguntó si ya me sentía bien, le contesté que no estaba
muy segura, pero que sobreviviría. Me miró y ahí pude verlo, castigado por el
sol en todo lo que se podía ver de su cuerpo, una persona mayor con una mirada
extrañamente bondadosa pero a la vez inquisitiva. Se sacó el sombrero y lo puso
sobre mi cabeza, el mío debió habérselo llevado alguna ola, lástima, era el de
mi padre, lo arranqué de las manos de mi hermano menor porque sabía que lo iba a
terminar destrozando.
Me acercó su cantimplora y me dijo que bebiera, creí que era agua, pero
no, era un potaje amargo que no me animé a escupir por temor a herirlo, después
de todo me había salvado la vida. ––No tema, es un té que prepara mi hermana
para que el sol no deshidrate ––, me dijo cuando advirtió mi repugnancia.
Después del segundo trago hasta me pareció agradable.
Una vez que certificó que me encontraba bien, tomó mi mano, la besó y me
pidió que me cuidara ya que la zona era peligrosa para andar nadando, tomó su
barca y desapareció. Me di cuenta que me había dejado su sombrero, sin embargo,
él ya no estaba, no tenía a quien devolverlo.
Me lo saqué para acomodarme el pelo que lo tenía sobre la cara y en la
base había una foto envuelta en plástico, la tomé y la saqué del envoltorio. Me
pareció que era su familia, estaba él, una mujer que supuse era la esposa y
tres muchachos que rondaban los veinte años. Lástima, me dije, no creo
que le guste darse cuenta que no sólo perdió el sombrero.
En esa inmensidad azul, vi un punto que con los minutos se agrandaba,
luego de media hora lo vi aparecer nuevamente, acomodó la barca y se me acercó.
Con mi mano tendí el sombrero para que lo tomara, ya había devuelto la foto a
su lugar. El me miró y me dijo: ––Al sombrero se lo dejos, pero a
ellos no, no los quiero perder por segunda vez. Murieron en el mar, una noche
se los llevó y desgraciadamente me dejó a mí para seguir viviendo, o quizás
para poder salvarla a usted, o vaya a saber para qué me dejó solo en este
mundo. Que Dios la acompañe señora ––.
Ese día, el sol se escondió por el este, justo hacia donde iba la barca
del mi salvador, ese que me enseñó a que mis detalles, mis pinceladas, esos
fragmentos de vida, estaban intactos en el cuadro, sólo debía esforzarme para
llenar los blancos.
Al volver a casa, luego de una larga y misteriosa semana, abracé a mi
marido, ese viejo maravilloso que soporta mis locuras, y a mis siete nietos,
que estaban de visitas en mi casa llenando de detalles un cuadro que estaba a punto
de terminar con el azul del mar y una barca traviesa que se perdió en ese único
día de mi vida en el que el sol se escondió por el este.
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