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miércoles, 5 de octubre de 2016

EN EL PAÍS DEL SOL NACIENTE

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Natsuki, ese fue el nombre que eligió mi madre para mí, ya que me adelanté dos meses en llegar a esta vida, nací en Kioto un cuatro de Setiembre de mil novecientos treinta. Mi nombre significa siete lunas. Nanami, se llama mi madre, Kazuki, mi padre. Mi hogar era de gente con una posición económica holgada y es por ese motivo que jamás sufrí privaciones. Sin embargo, desde muy niña me despertó una gran curiosidad la vida de las geishas.
Mi adolescencia transcurrió en una de los períodos negros de Japón. Recuerdo que a los siete u ocho años, tuve mi primer descarnado encuentro con una realidad dolorosa que creo fue la que me marcó para mis decisiones futuras. Nuestro ejército se había convertido en uno de los más sanguinarios de la historia y mis padres temerosos por el futuro del país, tuvieron la intención de emigrar a América.
La decisión fue desalentada por mi abuelo paterno, quien le comentó sobre los problemas de adaptación a una cultura muy diferente a la nuestra. Todo esto que me iba enterando, fue de un modo casual, ya que en nuestras costumbres no está precisamente la de discutir ciertas cuestiones en familia, aunque las decisiones nos afecten a todos.
A los quince años, escuché algo que cambió definitivamente mi vida. Mi abuelo, gran defensor del Emperador Hirohito, empezó a desalentarse por las atrocidades que comenzaban a producirse y la mutación o la resignación del emperador.
A mi edad, todo eso era incomprensible, no quería abandonar el país, pero tampoco ser testigo de las atrocidades cometidas en la guerra entre mi país y China. En una palabra, quería aislarme de todos esos comentarios que iba escuchando sin que mis padres tuvieran consciencia de ello, es por eso que les sorprendió muchísimo cuando les comuniqué que quería entras a la escuela de geishas.
Luego de muchos intentos por parte de mi madre para que desistiera de la idea, ya que me decía que no era fácil esa vida y que me terminaría cansando, los convencí con el argumento de que si no probaba siempre me quedaría con las duda. Por ser hija única y conociendo mis padres que lo mío no era capricho, finalmente accedieron.
Así fue que a los dieciséis años comencé mi educación como shicomi. Fue mi primera decepción, pero no pensaba rendirme. Era nada más ni nada menos que una sirvienta. Luego me enteré que ése era un entrenamiento duro para que sólo quedaran las que verdaderamente tenían vocación. Lo que le siguió no fue fácil, jornadas completas de estudios y sacrificios para una formación integral y sin fallas. Baile, música, canto, aprender la ceremonia del té, mucha observación a las más avanzadas y una serie de obligaciones extras que me hicieron entender lo que mi madre me quiso transmitir cuando me aconsejó que no lo hiciera.
Pero sucede que a medida que uno avanza va mutando como mujer, quería abandonar pero a la vez no dejar el desafío que le seguía a cada etapa. Si bien uno sigue siendo esclava de su maestra e hija del rigor que es el que templa el carácter sumiso de una geisha, dentro de mí había lado salvaje que se iba apagando con el tiempo y el aprendizaje, eso me preocupó. Por un momento, sin querer justificarlo, entendí a Hirohito y cómo las circunstancias operan sobre uno como para cambiar lo que es nuestra esencia.
Llegué a ser o al menos eso me hicieron creer, una de las mejores alumnas. Cuando advertían mi indecisión. Hiroko, mi maestra, que era implacable, tenía gestos que me sorprendían.
En los primeros siglos en los que apareció esta profesión, éramos consideradas objetos de placer, se trataba a la geisha como a verdaderas cortesana. Con el tiempo esto fue cambiando y ya en mi época éramos grandes artistas que nos dedicábamos a animar eventos. En uno de esos eventos conocí a Takumi, un joven exquisito que despertó mi admiración. Pertenecía a una de las familias más tradicionales de Japón y el muchacho tenía varios dojos  en donde él era uno de los tantos maestros de artes marciales. Influenciados por la cultura giri, sumado a mi estricta formación, no fue fácil relacionarnos en un comienzo. Tampoco era bien visto que una geisha alternara con un cliente ya que esos eran detalles que los maestros cuidaban con extrema vehemencia.
Comencé a trabajar en una casa de té a la que Takumi asistió con asiduidad desde que se enteró que me encontraría en ese lugar. La relación comenzó con mensajes escritos que secretamente nos cruzábamos en el lugar. Con el tiempo, sentimos la necesidad de encontrarnos fuera de ese ámbito, comenzábamos a amarnos, pero no fue fácil para mí, ya que luego de terminar las tareas debía volver al okiya porque aún seguía bajo contrato. La deuda que generaron mis estudios fue cuantiosa y me pareció que jamás lograría saldarla. Llegó un momento en el que me sentí enjaulada y a pesar del mi afecto por Takumi, escapé sabiendo que bajo esas circunstancias jamás podría volver a Japón.
Tuve que salir del país sin que mis padres lo supieran, jamás lo iban a entender. La obligación, el deber y lo que es correcto son los ejes de nuestra cultura, por lo tanto lo que estaba haciendo era inaceptable para ellos. Había juntado algún dinero, de ese modo pude partir en barco con destino a América.
Allí comenzó una nueva etapa de mi vida, en la que me di cuenta que mi formación había hecho de mí un ser irreconocible. Si bien en la casa de mis padres había reglas extremadamente estrictas, yo sentí siempre una fuerza interior arrolladora, la que al querer ponerla en práctica en el nuevo continente, sentí que había desaparecido.
Me radiqué en Boston y gracias a mi formación bilingüe no tuve problemas con el idioma, sí con los hombres, eran para mí, seres inmanejables. Sin dudas no fui vista con buenos ojos, noté en ellos cierta desconfianza que me hizo doler el alma. Al cabo de dos años comencé a trabajar en un negocio de comidas cuyos dueños eran chinos, lo más parecido a mí que encontré en ese continente. A pesar de los problemas entre mi país y China, esta gente supo diferenciarlos de mi persona. A través de uno de los hijos del patrón, pude enviarle un mensaje a Takumi, comentándole en dónde me encontraba y sobre los deseos que tenía de verlo. La respuesta fue lapidaria, cuestionó mi actuar de un modo despiadado y con esa respuesta terminó de romperse mi corazón. Sentí que me había quedado sin patria. Mis padres se ocuparon de hacerme saber que jamás me recibirían en mi hogar ya que los había deshonrado.
Pensé entonces que de algún modo debía juntar fuerzas y comenzar una nueva vida. No fue fácil, pero mis patrones me ayudaron y de ese modo pude abrir una casa de té. Una tarde una mujer se apersonó al lugar, haciendo una reserva para quince personas que venían de Japón a una demostración de artes marciales. Volver a sentir a mi gente me produjo una alegría suprema. Preparé el lugar recurriendo a todo mi arte, ya que ellos sí sabrían apreciar lo que era una buena casa de té.
A la hora en la que llegaron yo estaba con mi atuendo puesto y las empleadas listas para recibir a la comitiva. Al primero que vi entrar fue a Takumi, me reconoció de inmediato. Luego de acomodar a los visitantes, él se me acercó y con mucha amabilidad me saludó. Me tembló todo el cuerpo cuando vi a ese hombre. Luego de la ceremonia del té que estuvo a mi cargo, el se dirigió a sus compañeros y les dijo:
––Ella es una compatriota muy amiga mía, yo no sabía que era la dueña del lugar. Su nombre es Natsuki. Quiero agradecerle frente a todos ustedes su especial dedicación en esta ceremonia.
Nuestra cultura no nos permitía que la cosa se hiciera de otro modo, siempre se agradece al que ofrece algo, y como en su arte, en la ceremonia uno da no sólo el encanto de su perfección sino parte del alma.          
Luego de que todos se retiraran, el se acercó a mí y me dijo que se quedaría por varios meses en Boston y que quería verme. Yo, con todo mi corazón en sangre viva le contesté:
––Cuando te necesité me diste la espalda. Acá, en este país extraño, encontré más amor y comprensión que entre los míos. También aprendí que una cultura ancestral es muy importante, pero no tanto como las personas. No puedo verte, mis lazos se hicieron añico con tu desprecio y no veo en qué han cambiado ahora las cosas.
No hizo falta una sola palabra más, él partió y jamás volví a verlo, pero hubo algo positivo, sentí que comenzaba a recuperar a esa leona que llevo adentro y  por sobre todo, la férrea determinación de adaptarme a estas nuevas tierras y formar aquí mi vida. Con el tiempo y quizás la vejez, mis padres me perdonaron, me visitan una vez al año y podría decir que estoy en paz.   

                 

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