Corría el año 1986 cuando las bibliotecas privadas del planeta premiarían como todos los años, a la más grande de las existentes hasta ese momento.
––Necesito que urgente encuentres a tres investigadores, no pienso perder el premio por culpa de una desconocida que según dicen tiene la biblioteca privada más grande del mundo ––, le dijo con vos estruendosa Peyrano a uno de sus colaboradores.
––Pero por dónde empiezo, ¿le han dado algún dato que le pueda facilitar a los sabuesos para que realicen el trabajo?
––Si lo tuviera no necesitaría de tanta gente para que investigue. Empezá contactándote con Saleme, capaz que él te de alguna pista. Desorientado, se retiró del lugar el pobre Fuentes, que podía encontrar sin problema a los investigadores, quienes con seguridad le pedirían al menos alguna pista como para comenzar la búsqueda. Contactó a Saleme y este le dijo que no tenía la menor idea de que hubiera una biblioteca más grande que la de Peyrano, y luego agregó:
––Si lo tuviera no necesitaría de tanta gente para que investigue. Empezá contactándote con Saleme, capaz que él te de alguna pista. Desorientado, se retiró del lugar el pobre Fuentes, que podía encontrar sin problema a los investigadores, quienes con seguridad le pedirían al menos alguna pista como para comenzar la búsqueda. Contactó a Saleme y este le dijo que no tenía la menor idea de que hubiera una biblioteca más grande que la de Peyrano, y luego agregó:
––No le hagas demasiado caso, creo que el hombre está loco y sería capaz de vender a su madre para satisfacer sus caprichos.
––De eso no tengo dudas, sin embargo, debo cumplir con la tarea, para eso me paga.
Fuentes salió desconcertado ya que no tenía la menor idea de por dónde iba a comenzar. Luego se relajó y decidió dejarlo en manos de los investigadores.
Conocía a los únicos tres capaces de seguirle la corriente a su jefe, no por buenos, sino por pacientes. Camaño y Luchesse tiraron la toalla a los quine días, no les interesó el trabajo. En el tiempo que les insumiría la búsqueda, podían hacer tareas que incluso les serían más redituables.
Feijoo en cambio, por tozudo y ya como un desafío personal, siguió haciéndolo. A medida que se acercaba a la mujer en cuestión, se iba instalando en su alma una inquietud inexplicable. Cuando por fin consiguió su nombre, salió como disparado al domicilio que le habían dado. Al llegar advirtió que se encontraba frente a un asilo de ancianos, eso lo sacudió. Pero debía seguir ya que sintió que a la solución la tenía al alcance de su mano. Una vez dentro del lugar más sombrío que haya conocido, preguntó por la señora Margarita Cortese. La enfermera lo llevó a donde estaba la mujer. Ella se encontraba en una mecedora que debía tener más de un siglo, disfrutando de los pocos rayos de sol que finalmente se dejaban ver luego de una semana de lluvias copiosas que hicieron estragos en la ciudad.
––Buen día doña Margarita, mi nombre es Roberto Feijoo
––Para servirle señor, ¿a quién busca?
––A usted.
––Debe haberse equivocado, yo no lo conozco.
––Es cierto, yo a usted tampoco, pero vengo en busca de información para un cliente. Soy investigador privado y según hemos escuchado usted tiene la biblioteca más grande del mundo y mi contratante desea conocerla. Él es aficionado a los libros y siempre que se le arrima una noticia respecto de grandes bibliotecas, se vuelve loco por conocerla.
––¿Y quién le ha dicho que yo la tengo?
––Usted sabe que en el mundo de los libros las noticias corren como reguero de pólvora. No sé quién se lo habrá comentado a Peyrano.
––¿Peyrano dijo?
––Sí, ¿por qué lo pregunta?
––Por nada.
La mujer se quedó pensativa, fue por unos instantes que pareció recorrer miles de kilómetros para ir vaya a saber a dónde. Feijoo no quiso interrumpir su viaje, tenía demasiada experiencia con ancianos como para hacerla volver en contra de su voluntad. Su madre tendría la edad de Margarita, y eso lo enterneció.
El hombre pensó que debía haber algún error, esa mujer no parecía ser a quién Peyrano buscaba, pero toda la pesquisa lo llevaba a ella. Supuso que al menos alguna información le iba a poder sacar y así dejar satisfecho a su cliente. Esperó unos quince minutos y cuando vio que la mujer volvía de su viaje, arremetió con las preguntas que dilucidarían el problema.
––Margarita, me dejó solo. ¿Se puede saber a dónde fue?
La mujer lo miró con sus ojos llenos de evocaciones. Una lágrima gigante recorrió su mejilla y con una voz desapacible le dijo:
––Usted sin quererlo me llevó a un viaje que nunca pensé volver a hacer. Ese apellido que acaba de pronunciar, fue el boleto a un tiempo muy lejano y que aún duele.
––Disculpe, no fue mi intención. Yo sólo quería saber si usted era la dueña de esa biblioteca.
––No voy a contestar a esa pregunta, siga investigando y solo lo descubrirá. Pero le aseguro que lo que resulte de su investigación, no le va a gustar. Usted parece un hombre bueno aunque no me haya dicho toda la verdad sobre su visita.
Feijoo al sentirse desenmascarado se retiró, tuvo vergüenza y a la vez desazón ya que si ella no develaba el misterio, se terminaba su trabajo. Toda la labor desplegada en ese tiempo lo llevó a Margarita y al parecer no había otro indicio para seguir investigando. Cuando estaba a punto de cruzar la puerta del ancianato para tomar su auto, una enfermera se le acercó y un poco disgustada le preguntó si había logrado su cometido.
––No la entiendo.
––¡Se piensa que no sé a qué ha venido!
––Bueno, si ya lo sabe le pregunto, ¿conoce la historia de la señora?
––Me la contó miles de veces y creo que a usted le ahorró un dolor al no contársela.
––¿Y cómo sabe que no lo hizo?
––Lo veo en su cara señor, usted se va sin haber logrado lo que quería. Usted anda atrás lo que buscan todos lo que han venido a lo largo de estos veinte años. Nadie viene a visitarla, sólo lo hacen para conseguir información y le digo algo, ya me cansé y estoy dispuesta a contarle todo con tal de que no la molesten más.
Feijoo brincaba por dentro, al fin alguien le tendía una mano en su búsqueda. Muy emocionado le dijo:
––Soy todo oído.
––Se lo resumo. Margarita, de muy joven, tuvo un hijo. Sus padres la obligaron a entregárselo a una familia conocida porque ella era una niña y no podía criarlo. La inconsciencia de su edad, le hicieron aceptar el mandato paterno, algo que le dolió toda su vida. A los treinta y dos años se casó con un hombre que la amó profundamente. Él era coleccionista de libros, tenía la biblioteca más grande del mundo. Margarita se sabe de memoria todos los títulos de libros, a los que por supuesto no alcanzó a leer porque le harían falta más de cien años para hacerlo. En una de las tantas crisis de este país, su marido entró en bancarrota. Se enteró de su mal momento un hombre que por intermedio de otra persona le ofreció una suma que en nada se condecía con el valor de la biblioteca, pero que a él le solucionaba todos los problemas. Margarita indignada le dijo al intermediario que la venderían siempre y cuando el interesado primero hablara con ella. Su idea fue decirle en su propia cara que era un estafador. La ambición del hombre era desmedida, así que no tuvo reparo en mostrarse ante la mujer. Cuando se presentó, dijo su nombre y apellido, de inmediato ella cayó en la cuenta de que se trataba de ese hijo que había dado treinta años atrás. Quedó muda de la emoción y de la angustia, se preguntó qué habían hecho con su hijo. Finalmente le vendieron la biblioteca a precio vil y eso le costó la vida a su marido, que a los dos años falleció. No tuvieron hijos y ella quedó prácticamente en la calle. Es por eso que está acá. Dígale a su jefe que no tiene ninguna biblioteca, sí millones de títulos en su cabeza y un sinfín de recuerdos dolorosos que la han hecho colapsar en todos estos años.
––Puedo hablar de nuevo con ella.
––Si aún le quedan ganas, hágalo, pero le pido que luego no la moleste más.
Feijoo caminó hacia Margarita y cuando se le acercó estaba llorando. Le preguntó qué le sucedía y ella le contestó:
––Dígale a Peyrano que no se preocupe, que al premio lo tiene asegurado, él es el poseedor de la biblioteca más grande del mundo.
Suspiró profundo y con el último aliento le dijo a Feijoo “No le cuente de mi existencia a mi hijo, no vale la pena”. A los pocos minutos ella partió con su cabeza llena de libros, a un mundo en el que seguramente se encontraría con el gran amor de su vida.
Feijoo regresó a la casa de su contratante y le dijo que no había encontrado nada, con la absoluta certeza de que Peyrano seguiría buscando hasta el día de muerte, ya que no quería presentarse sin estar seguro de que iba a ganar. Al dilema no lo iba a resolver jamás y eso le trajo un gozo indescriptible.
Después de todo, como lo dijo Margarita, Feijoo era un hombre bueno.
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