Era de noche y debí salir por mandato de mi tata a comprarle cigarros en lo de don Carreño, a sólo unas cuadras de casa, cerquita de las cinco esquinas. Los farolitos de gas ya habían sido encendidos, pero su luz jamás fue mucha, mi miedo sí.
Mi tata era inflexible, y no obstante mis temores, que él conocía de sobra, jamás pude lograr que me hiciera los encargos más temprano. Mi madre le recriminaba a diario ese afán de mortificarme, pero él hacía oídos sordos a sus reclamos.
Éramos cinco hijas mujeres, ningún varón, quizás eso lo hizo criarnos en forma dura, ya que no tendríamos a nadie que nos defienda de alguna contingencia cuando él nos faltara.
Salí de la casa a una hora en la que solamente las ánimas andaban por las calles, a eso lo aprendí de la abuela, que con sus cuentos mantenía mis pesadillas nocturnas intactas, y de vez en cuando las incrementabas con historias más espeluznantes todavía. Gozaba de un modo surrealista, casi diría irracional, cuando podía lograr en nosotras ese efecto por ella deseado.
Salí de la casa a una hora en la que solamente las ánimas andaban por las calles, a eso lo aprendí de la abuela, que con sus cuentos mantenía mis pesadillas nocturnas intactas, y de vez en cuando las incrementabas con historias más espeluznantes todavía. Gozaba de un modo surrealista, casi diría irracional, cuando podía lograr en nosotras ese efecto por ella deseado.
Las calles empedradas parecían bajo la luz de las farolas, cascarudos gigantes moviéndose a un ritmo alocado, y cada vez que tenía que cruzarlas para llegar a lo de Carreño, cerraba los ojos y corría, con el riesgo de ser atropellada por algún carruaje, pero no podía hacerlo de otro modo, la impresión me nublaba la razón.
Cada baldío o zanjón que atravesaba, estaban habitados por algún fantasma de los cuentos de la abuela, por lo que, llegar a mi destino, era como transitar por sus historias.
Pero lo que más me angustiaba, era cruzar La Cañada, ya que se hablaba de un fantasma que vestía de blanco, con una pelada lustrosa y una habilidad muy extraña, se encogía y se agrandaba con una facilidad asombrosa. La historia cobró cuerpo cuando el dueño de una fábrica de porcelanas que estaba ubicada en la calle Rioja, denunció que había sido visitado por este fantasma en su negocio y que él con sus propios ojos lo había visto. Esos recuerdos me hicieron tomar una velocidad descontrolada hasta llegar a destino.
––Careño, ––grité.––Qué anda buscando mi niña, ––me contestó la mujer del cigarrero.
––Cigarros para mi tata.
––Mire Josefina, dígale a su tata que nos son horas para que usted ande en la calle.
––Doña Elvirita, mamá le dice siempre lo mismo, pero él no lo quiere entender. Creo que hasta que no me rapte algún fantasma no va a renunciar a mandarme a estas horas a hacer compras.
––Cuéntele que en la pastelería del frente, anoche sufrió un desmayo doña Casta porque se le apareció el fantasma de La Cañada , eran las nueve aproximadamente.
––Ni me lo diga doñita, le juro que vine como alma en pena desde mi casa. Entre los cuentos de mi abuela, el placer del tata de mandarme a hacerle compras a esta hora, más el relato del turco a las autoridades sobre este fantasma, me tienen despavorida.
––Tomá los cigarros y esperá que te acompaño hasta que cruces La Cañada.
Mientras aguardaba a que doña Elvirita se calzara las chancletas, vi que desde la cuadra siguiente, una figura blanca avanzaba en dirección al negocio en donde yo me encontraba. Mi corazón dio un vuelco del que creí nunca me recuperaría, pareció paralizarse en su ritmo y empecinarse en no seguir latiendo.
El negocio tenía dos escalones a partir de los cuales recién comenzaba la casa, creo que lo hicieron de ese modo ya que eran normales los desbordes de La Cañada y las consecuentes inundaciones de las casas de la zona.
Quise subirlos pero las piernas no me obedecieron, intenté llamar a doña Elvirita y la voz no me salía. Lo peor fue que a medida que se acercaba, en lugar de hacerse más grande, se achicaba. De inmediato me di cuenta que se trataba del fantasma. Cerré los ojos y comencé a rezar, Dios te salve María, llena eres de gracia…
––Vamos Josefinita, apurémonos que Carreño viene en media hora y quiere la comida en la mesa.
––¿No vio usted esa figura que acaba de pasar por frente nuestro?
Yo me imaginé que ya había pasado ya que no estaba cuando abrí los ojos.
––No, no he visto a nadie.
La tomé de la mano y no la solté hasta que crucé La Cañada. De ahí hasta mi casa había dos cuadras que se me hicieron eternas, y lo más dramático fue que en forma constante sentí una presencia detrás de mí. Varias veces me di vuelta para ver si alguien me seguías, pero no lograba ver a nadie, sin embargo de que algo me seguía, no tenía dudas, lo sentía.
Cuando llegué a la casa, entregué los cigarros a mi tata y a tirones llevé a la abuela a mi cuarto. Le conté lo sucedido y ella me dijo que seguramente era el alma en pena de una mujer que vivió en el Valle de Paravachasca cerca de la naciente del arroyo de La Cañada y que según contaban, una de las crecientes llevó a su único hijo.
Me dijo que a partir de ese hecho, comenzaron a ver a una mujer llorando cerca del Calicanto y luego a lo largo de todo el cauce del arroyo. Pero me advirtió que no era la única que rondaba el lugar, que había otra que vestía de negro y que era la que asustaba a los hombres que venían borrachos a la madrugada de la zona de El Abrojal.
Lejos de apaciguar mi espíritu, en menos de media hora me había desdoblado al fantasma, ya no era uno sino que a esas alturas, a más de todos los que rondaban la zona, se convirtieron en dos.
Una madrugada, entre truenos, relámpagos y un viento infernal que azotó el centro de la ciudad, digamos que una de esas tormentas que caracterizaban siempre a nuestra entrañable Córdoba, sufrimos una tragedia, el arroyo se desbordó y dicen que causó la muerte de más de doscientas personas a más de los enormes daños materiales.
El negocio de Carreño quedó bajos las aguas barrosas de la tormenta, ni sus escalones pudieron contra la furia de esa noche. Mi casa no se salvó de la tragedia, un metro de agua arruinó muebles, ropa y las paredes que con tanto empeño el tata había pintado el año anterior.
Cuando amainó el vendaval, al anochecer, juro que vi al fantasma rondando la orilla del arroyo, escudriñando a lo largo de esa cuadra cercana a mi casa, empecinado en encontrar quizás el alma de ese angelito que le había arrancado de sus manos una crecida similar.
Como por arte de magia se me fue el miedo, comprendí su búsqueda y su desesperación, que en definitiva no era distinta a la de los familiares de las víctimas de esta nueva tormenta que junto con la policía iban y venían tratando de encontrar vivos a algunos de los desaparecidos.
Entendí entonces que el amor puede producir el milagro de la permanencia eterna, más allá de la forma o la representación en el que ese amor pueda aparecer ante el ojo humano. Se fue con mi miedo el temor a la noche, a la calle empedrada, a los cuentos de la abuela, y tuve la intención de hacerme amiga de todos esos fantasmas que seguramente rondaban la ciudad en busca de amores perdidos en el tiempo.
Pero también con mi miedo se fueron los fantasmas, jamás volví a ver a ninguno, quizás porque ellos solamente necesitan que descubramos la génesis de su dolor para poder descansar en paz.
Exitante historia!! teniendo en cuenta de que uno ha pasado alguna vez por ése tipo de situaciones, lo de los fantasmas me refiero y que muchos de ellos no necesariamente son almas en pena si no que hay quienes están vivos y dan pena! perocomo siempre el amor es el que dicipa la tormenta, hermoso! un abrazo y gracias.
ResponderEliminarMuy bueno lo suyo Shoin, y es así. Muchas gracias por tu comentario y como siempre, gracias.
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