Su nombre era Francisco y todo el mundo lo creía loco. Desde muy chico tenía conductas extrañas y en esos tiempos la psiquiatría aún no contaba con respuestas para ciertos problemas, que por desconocidos, los llamaban "mentales".
La primera señal de alerta la dio cuando aprendió a caminar, primero lo hizo en círculos y luego con una cierta trayectoria inentendible para sus padres, pero que repetía a diario sin salirse de ella.
La madre, que era la más preocupada, seguía a Francisco para saber si en algún momento había cambio de rutina, pero no, todos los días hacía el mismo recorrido.
Con los años, comenzó a dejar las huellas en el piso de parquet, ya que a diario recorría ese trayecto aproximadamente unas cien veces.
Su vida se limitaba a comer, dormir y caminar por esa sala que se había convertido en la pesadilla de toda la familia.
Un día, el padre del muchacho decidió restaurar esa parte del piso que su hijo había desgatado con el tiempo. Cuando Francisco advirtió las intenciones de su progenitor, se interpuso en su camino y con un rotundo, estruendoso y amenazador “NO” lo hizo desistir. Fue la primera palabra que salió de su boca desde su nacimiento. Su madre lloró de alegría; malamente, pero su hijo al fin había hablado, ella hubiese deseado que la primera palabra que saliera de su boca fuera “mamá”, pero no fue así. Su padre, lleno de odio y a la vez de temor, masticó por días ese hecho que lo puso de un humor terrible.
Jacinta, así se llamaba la madre, comenzó a ponerle obstáculos en el camino, sólo para escucharle a su hijo repetir el “NO”. Pero resultó que con el correr de los días, Francisco se ponía más intolerante con ese jueguito de su madre, y una mañana, quizás cansado de tanto intentar que no se le interrumpiese su travesía, pateó el piso cual mula y rompió la primera madera de la gran sala.
Al ver su logro, comenzó a patear las restantes hasta llegar al contrapiso. Con el tiempo también se hizo cargo de esa delgada carpeta que había debajo del parquet.
Humberto, el papá de Francisco, un día le comunicó a su mujer, que para preservar la salud mental de la familia, cerraría esa sala y la dejaría para que él hiciera lo que quisiese, solamente abrirían la puerta para darle de comer. Le construyeron un baño al lado, le llevaron una cama y trasladaron toda su ropa con un viejo ropero que colocaron junto a una ventana que intentaron clausurar y a lo que él se opuso con esos “NO” que crecían desmesuradamente en su boca.
Así pasaron varios años, Jacinta lloraba a diario por la tragedia de la familia y, de vez en cuando, se asomaba para verlo crecer, pero en lugar de estar más alto, cada vez lo veía más pequeño. No era que Francisco se achicase, sino que el camino era cada vez más profundo, entonces llegó un día en el que la madre le vio sólo la cabeza.
Jacinta no soportó el dolor y decidió no abrir más esa puerta. Indicó a la servidumbre que se ocupara de la comida de su hijo y le prohibió que le contaran lo que sucedía dentro de la sala.
Una tarde lluviosa de verano, Crispín, el mayordomo de la casa, le avisó a Humberto que Francisco llevaba dos días sin probar bocado. La familia, salvo Jacinta, hizo caso omiso a la advertencia.
La madre, que lo había llevado en sus entrañas por nueve meses a pesar de que el muchacho en más de una oportunidad pujó por salir, no pudo dejar pasar por alto esta situación.
Una mañana se armó de coraje, y pidiéndole a la Virgen María no encontrarse con algo terrible, entró a esa sala que ya habían olvidado, menos ella que siempre rogó por un milagro. Al abrir la puerta no vio a su hijo, por lo que comenzó a llamarlo. En un comienzo lo hizo tímidamente, pero luego de un buen rato, los sollozos le ahogaban la voz y no pudo seguir llamando.
La sala estaba a oscuras, ella no se atrevió a encender la luz por miedo, ese que nace del corazón, pero al ver que ya no podía coordinar palabra, decidió iluminarla. Su sorpresa fue mayúscula cuando vio en el medio del lugar, un laberinto muy profundo, oscuro y con un olor por demás extraño. Ella por un momento pensó que así debía oler el infierno.
Fue en busca de una lámpara y bajó cuidadosamente por ese lugar que le hacía presagiar algo tremendo. Ella recordaba el trayecto que miles de veces transitó detrás de Francisco, por lo que en menos de diez minutos se encontró con el final del laberinto. Pero para su sorpresa, la salida conducía a otro de mayor tamaño y al parecer tallado entre las rocas.
Por precaución tomó un trozo de carbón y con él fue marcando el recorrido del nuevo laberinto, temía perderse y no poder volver a la casa. Todos los días intentaba hacer un trecho más, aunque parecía que nunca iba a encontrar el final ya que siempre terminaba en un mismo lugar.
Nadie en su casa conocía lo que ella hacía todas las mañanas, pero esa tarea la llevó a descuidar las del hogar. El primero en quejarse fue su marido, quien le reprochó que la comida jamás estaba a tiempo. Entonces Jacinta decidió continuar su búsqueda por las noches. Nadie volvió a quejarse, pero a ella se la veía cada día más desmejorada, casi no dormía y eso a su edad era fatal.
Un día, en el que Francisco cumplía veintitrés años, ella partió decidida a encontrarlo para festejarlo junto a él. Recordó en esos momentos que solamente lo habían hecho cuando cumplió el año, luego y a raíz de los problemas que comenzaron a aparecer, todos se olvidaron de la fecha de su nacimiento. Junto con ese recuerdo, se atropellaron en su cabeza muchos más. En las últimas veinte Navidades, él estuvo ausente, como lo estuvo en el aniversario de su boda, en la comunión de sus hermanos, en los viajes que hacían en las vacaciones y en otros ciento de eventos. Recién en ese momento comenzó a materializar el dolor que debió haber sufrido su hijo.
Casi llorando comenzó el recorrido con un pequeño pastel en sus manos. Luego de encontrar lo que creyó que sería finalmente la salida, corrió en busca de ese hijo que se le había perdido en el tiempo.
Por fin llegó, y lo que encontró a la salida fue algo realmente increíble. Tenía frente a sí, una réplica de la casa de arriba, o sea de su casa. Sólo un detalle la hacía diferente, la sala, esa en la que fue confinado Francisco.
Entró en ella y sintió una profunda soledad. El piso de parquet estaba intacto, ni una sola huella de las interminables caminatas de su hijo. Fue entonces cuando creyó que si hacía el recorrido miles de veces trazado por su hijo, lo encontraría.
Vaya a saber el tiempo que caminó Jacinta, lo cierto es que a medida que el piso se iba hundiendo bajo sus pies, ella comenzaba a entender más y más a Francisco.
Cuando llegó a hacerlo tan profundo que ya no se le veía la cabeza desde la superficie, apareció otro laberinto al que recorrió casi de memoria, era calcado al último que había transitado.
Se encontró con la misma réplica de su casa, entonces se sentó y lloró, sabía que moriría en ese lugar ya que nunca pudo encontrar el modo de volver, el laberinto misteriosamente cambió su estructura, se había convertido en su trampa mortal.
Pasado unos meses, escuchó unos pasos y pensó que al fin su hijo se había dignado a aparecer, pero no, no era Francisco, era Humberto que había emprendido la búsqueda de su esposa y finalmente la había encontrado. Intentaron juntos salir del lugar, pero les fue imposible. Al cabo de unos años, toda la familia se encontraba en esa sala de la casa que era la réplica de la de arriba. Lo curioso fue que cuando todos estuvieron reunidos, el resto de la casa desapareció.
Zozobra, miedo, consternación, soledad, y fundamentalmente una profunda sensación de abandono, fueron los sentimientos que casi mataron a toda esa familia que no podía entender cómo llegaron a encontrarse en esa situación. Si bien es cierto que jamás les faltó comida ni bebida ya que por arte de magia cada mañana aparecía el sustento diario que también era un calco de lo que Jacinta cocinaba en su casa, sus espíritus comenzaron a quebrarse. Cuando las fuerzas los estaban abandonando volvieron a sentir pasos, ya no quedaba nadie por llegar de la familia, todos estaban encerrados en esa sala sin saber qué hacer. En el fondo de su corazón, Jacinta presintió que podría llegar a ser Francisco.
Así fue, ese muchachote al que nadie recordaba, apareció casi de la nada y los guió hasta la casa de arriba. Jamás le preguntaron cosa alguna, lo que sí hicieron fue clausurar definitivamente la sala, pero esta vez Francisco quedó del lado de afuera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario