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sábado, 8 de agosto de 2015

EL ÁNGEL CAÍDO

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Me levanté no muy temprano, algo en mi cuerpo no estaba funcionando como lo hace del modo habitual. Pero no fue lo único que parecía estar pasando ese día. Luego de una ducha fui a la cocina a prepararme un té, es lo que hago habitualmente. A pesar de la hora debí encender la luz. Mi cocina tiene amplios ventanales que dejan entrar el sol salvo que esté nublado, ese día no lo estaba.
El cielo tenía un color extraño, había un silencio inusual y no se movía ni una hoja. Me dio la sensación de ser una de esas calmas que preceden a las grandes tempestades. A los pocos minutos sentí  que la silla en la que estaba sentado se movía, miré la lámpara y ésta comenzó a hacer movimientos extraños, no eran ni pendulares ni circulares, eran caóticos.
Temblor, me dije, y a lo primero que atiné fue a ponerme debajo del marco de una puerta, al menos eso me aconsejaban mis padres frente a estos eventos. Pasaron unos minutos y el movimiento no sólo persistía sino que iba aumentando de un modo bastante peculiar.
Comencé a sentirme mal, mareado, mi estómago pareció darse vuelta, caí al piso y allí me quedé hasta que de a poco el movimiento se fue calmando. Era la primera vez en mi vida que sentía un temblor de tal magnitud. Intenté salir a la calle y no pude abrir la puerta, creo que se había desmarcado y eso me impedía hacerlo. Salí al patio, a Dios gracias esa puerta se abrió, tuve una sensación muy extraña, el silencio era tan potente que hasta parecía hacer ruido. No encontré a mis perros, los llamé y no aparecieron, algo muy extraño ya que son bastante apegados a mí.
Me asomé por la tapia para mirar hacia la calle y una enorme grieta la recorría de punta a punta. ––Esto es más grave de lo que pensé –– me dije. No había luz en las calles, es por eso que no alcanzaba a ver las casas vecinas, no tenía a quién preguntarle sobre lo sucedido.
Volví a entrar y ya se había cortado la luz de toda la casa. Busqué unas velas y las encendí, todo parecía lúgubre y la incertidumbre me estaba matando. Desde la ventana, a la que le tuve que romper el vidrio ya que tampoco la pude abrir, comencé a llamar a los vecinos. No recibí respuesta. Eso no era usual, en situaciones menos graves todos estaban en las calles tratando de ayudar si es que había alguien que necesitaba nuestra asistencia. Pero lo más extraño de todo era el silencio.
A esa hora, el trinar de los pájaros era lo característico, y también mis perros saltando a mi alrededor pidiendo trocitos de pan tostado con mantequilla.
¡Pelusa!... ¡Pancho!... grité por horas y los perros no aparecían. Lo más enigmático era que no podía entender por dónde se habían escapado, a la cerca le tenían pánico ya que la había hecho con alambre de púas justamente para evitar que se fueran. Estaban recubiertos por un ligustro espeso que les impedía hacerse daño, pero hasta que la planta creció, aprendieron que a ese lugar no debían ir. Nunca me voy a olvidar las veces que tuve que salir a buscarlos en medio de la noche porque se escapaban a menudo y corrían el riesgo de ser atropellados por algún auto. Por esa razón puse el cerco.
Y no amanecía, el cielo comenzó a tornarse rojizo, pero era un rojo raro, opaco y tenebroso. Recordé que tenía en el galpón una linterna para cazar vizcachas que era como un reflector. La saqué para iluminar la casa del frente, estaba literalmente partida en dos. Supuse lo peor, quería saltar la cerca que se había convertido también en una trampa para mí, trepar un ligustro es casi imposible y el alambre estaba presto a dañar la parte de mi cuerpo que lo tocara.
Tomé una escalera y haciendo malabares la puse en la parte más consistente del cerco, una vez arriba me senté haciendo equilibrio y pasé la escalera al otro lado, al intentar bajar, caí con todo el peso de mi cuerpo sobre la vereda que estaba resbaladiza, creo que por el rocío de la mañana.
Al levantarme me di cuenta de que había olvidado del otro lado la linterna, no podía seguir sin ella, volví a buscarla y cuando intenté de nuevo salir a la calle, un rayo de color violeta surcó el cielo, dejando tras de sí una estela rosada que me paralizó.    
La desesperación comenzó a apoderarse de mí, me pregunté si no estaría presenciando en fin del mundo, lo que estaba sucediendo superaba cualquier ficción que yo haya visto en las pantallas. De pronto escuché un aullido profundo, agónico, devastador, busqué de donde venía, siempre pensando que sería algunos de mis perros. Iluminé con la lámpara el patio y no encontré a ninguno de los dos.
Me mantuve en silencio, tratando de escuchar cualquier otro ruido que viniese de la calle, y no sentí nada. Volví a poner la escalera en el ligustro y pasé para el otro lado, esta vez no caí, pero lo que vi fue espeluznante. Cuerpos tirados en la vereda de mi vecino, eran cinco, lo llamativo fue que estaban en estado de descomposición, y el temblor había sucedido sólo unas horas antes por lo que supuse que no habían muerto por ese evento.
Luego me llevé otra sorpresa, a los pocos metros había una persona sentada, viva pero en muy mal estado, cuando me acerqué, me estiró la mano y murió. A los pocos segundos entró en un estado de putrefacción similar al de los otros cinco.     
“Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre….” Comencé a rezar, fue lo primero que se me ocurrió, me pregunté si yo no sería el próximo. Seguí caminando por la vereda y encontré más muertos, todos en el mismo estado que los anteriores. Es el fin del mundo me dije, sin gente no hay mundo, estoy solo. Volví a casa y no encontré la escalera, no podía subir por el ligustro. De todas formas lo intenté una y mil veces, terminé tajeado por el alambre de púas. Me pareció sentir ladrar a Pelusa, pero su ladrido se fue alejando hasta que desapareció.
No sabía qué hacer, la puerta del patio se había cerrado y mis ventanas tienen rejas por lo que ni rompiendo los vidrios podía entrar a la casa, ya me estaba desesperando. Salí nuevamente y di vuelta toda la manzana de mi cuadra y no había más que muertos. Empecé a sentirme mal… “Santa María Madre de Dios…” nadie me escuchaba, me dolía la cabeza, pensé que moriría en ese instante. Me puse a gritar pidiendo auxilio, sabía que yo era el próximo.
––Magdalena, me parece que Miguel tiene otra crisis, traeme una inyección.
––No podemos esperar un rato, esa droga lo desconecta al pobrecito.
––Prefiero verlo desconectado y no en este estado, miralo, parece un cadáver. Te juro que a veces me gustaría estar en su cabeza para saber qué es lo que le causa tanto sufrimiento.
––Carola, te has dado cuenta que jamás han venido a visitarlo, creo que esta pobre alma está sola en el mundo. Se me parte el corazón.
––Yo le pregunté a la directora cómo vino a parar acá, ella me dijo que lo encontró la policía a en la calle gritando como un condenado. Cuando lo ingresaron estaba desnutrido y con signos de haber sido golpeado.
––Desde hoy yo me voy a ocupar personalmente de él, quizás lo que le haga falta sea un poco de afecto.
––Te tengo una mala noticia Magda, del lugar en donde los internos se encuentran, no se vuelve.    
––Con intentarlo…
––Miguelito, mi nombre es Magdalena y de ahora en más yo me voy a hacer cargo de vos, no te preocupes, todo va a estar bien. Te voy a poner esta inyección para que te calmes y luego que despiertes vamos a hablar y me vas a contar de tu vida.
––No me quiero morir. Todos están muertos, creo que soy el siguiente.
––No mi muchacho, no vas a morir, sólo a dormir un rato y cuando abras los ojos te prometo que voy a estar a tu lado.
––Siento el ladrido de Pelusa y de Pancho, qué bueno que estén en la casa, pensé que también habían muerto.
––¿Quienes son Pelusa  y Pancho?
––Es lo único que me quedó después del fin del mundo. Mis dos únicos amigos… 
Miguel se durmió y nunca más despertó. Se lo llevó la tempestad a nuevos mundos en los que seguramente formará parte de ese batallón que se ganó cien cielos, navegando por mares amarillos y bajo soles azules. Por primera vez Magda vio en su cara paz.  

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