Amanecía, las primeras luces del día se filtraron en mi ventana haciéndome saber que si no había dormido en toda la noche, ya no era hora de hacerlo. A los diez minutos sonó el despertador. Salté de la cama, si permanecía acostada un rato más, hubiera entrado en ese estado de somnolencia al que me llevaba el profundo cansancio, y después seguramente iba ser imposible cumplir con el horario de la cita, la más desgarradora que haya vivido hasta ese momento. A las ocho debía encontrarme con Gonzalo, juntos teníamos que resolver qué hacíamos con ese inesperado golpe que nos había dado la vida.
Con él me casé a los dieciocho años y luego de quince de matrimonio decidimos de común acuerdo separarnos ya que la convivencia se había convertido en una verdadera tortura. El trámite del divorcio, fue eso, un trámite, a la decisión la teníamos tomada con toda esa convicción que nos daba la certeza de que no existía otro camino.
Con él me casé a los dieciocho años y luego de quince de matrimonio decidimos de común acuerdo separarnos ya que la convivencia se había convertido en una verdadera tortura. El trámite del divorcio, fue eso, un trámite, a la decisión la teníamos tomada con toda esa convicción que nos daba la certeza de que no existía otro camino.
Tuvimos cuatro hijos maravillosos que nunca terminaron de aceptar nuestra separación, simplemente no la entendían. Jamás discutimos ni nos peleamos frente a ellos, nunca nos perdimos el respeto y por sobre todo había un cariño entrañable que no se podía borrar a pesar de lo sucedido.
Nuestro trato siguió siendo cordial, cada uno hacía su vida y tratábamos de no lastimarnos con situaciones quizás incómodas para alguno de los dos. Pero un día sucedió algo que nos sacudió de tal manera que fue necesario unir fuerzas para poder afrontar el vendaval que se aproximaba y que nos pertenecía a ambos.
Dos meses atrás, Andrea, nuestra hija mayor, comenzó con conductas extrañas y en más de una oportunidad entraba en estado de profunda desorientación que la llevaban a perderse y a no encontrar el camino de regreso a casa. La primera vez que le sucedió se encontraba en la facultad y gracias a unos compañeros la tuvimos rápidamente de vuelta, pero las subsiguientes no fueron con tanta suerte.
Los médicos ordenaron una serie interminable de estudios que dieron como resultado un tumor cerebral muy dañino. El diagnóstico final para mí fue una sentencia, no más de unos meses de vida. Con Gonzalo quedamos petrificados, perdimos toda capacidad de reacción y ambos sentimos que las fuerzas se nos escurrían sin ninguna posibilidad de retenerlas.
Son esos golpes que te da la vida que no se pueden explicar con palabras. Entramos en un estado de desesperación indescriptible, perdimos la fe, nos enojamos con el mundo y teníamos la difícil tarea de transmitirle a nuestra hija que iba a morir. No había tratamiento que pudiera salvarla, por la malignidad del tumor y por el lugar en el que se encontraba ubicado. Cualquier tratamiento al que se la sometiera, no iba a hacer más que prolongar lo inevitable, por lo que decidimos que fuera ella la que resolviera los pasos a seguir.
Justamente ese día nos juntábamos con el padre para ver el modo de decírselo. Cuando nos vimos, nos abrazamos y temblamos juntos bajo un mar de lágrimas que no podíamos contener y tampoco queríamos resistirnos a ellas. En cada una de esas lágrima se iba un día desde el nacimiento de Andrea, era como si cada gota de su vida saliera de nuestros corazones para hacernos entender que poco faltaba para que todo llegara a su fin.
Nos sentamos, pedimos al mozo un café y buscamos en los ojos del otro una respuesta para encontrar ese camino que nos llevara a recobrar las fuerzas que perdimos en el mismo momento en el que nos dieron el resultado de los estudios.
En ese momento creo que cada uno de nosotros evocó el tiempo en el que el médico anunciaba mi primer embarazo, la felicidad que se completó con la llegada de esa noticia y de ahí en más el comienzo de un camino zigzagueante, abrumador y maravilloso, el duro camino de ser padres. Andrea escribió en nosotros los capítulos del gran libro, ese que no se trae bajo el brazo cuando nacemos, ese que se va aprendiendo día a día con los hijos. Ella abrió caminos que ayudaron a sus hermanos a transitar una travesía menos complicada, hizo de nosotros padres experimentados aunque cada hijo enriqueció y talló en nosotros una fibra que con el tiempo se convirtió en la más hermosa cobertura para ese rol tan difícil que nos toca a los seres humanos que elegimos ser padres.
A pesar de los avatares de la vida y de nuestro divorcio, algo permaneció intacto, eso fue la presencia y acompañamiento que tuvimos con cada uno de nuestros hijos, con el respeto y la responsabilidad que el rol de padres nos imponía y que cumplíamos con todo el amor de que disponíamos. El hecho de que Andrea se nos estuviera yendo, fue como sufrir un desgarro en esa piel de padres que difícilmente pudiéramos superar. Pero era una realidad con la que teníamos que lidiar y a la que debíamos sobreponernos para comunicarle a nuestra hija esa maldita sentencia. Debíamos unirnos con Gonzalo para encontrar el modo, nos resistíamos, fue la tarea más dura que nos toco enfrentar pero decidimos que seríamos nosotros los que la cumpliríamos.
El tránsito desde que hablamos con ella hasta su muerte, creo que no lo podré describir jamás, ya que no existen palabras en el diccionario que puedan reflejar ese sentimiento atroz, antinatural y por sobre todo transformador, nunca se vuelve de una experiencia como esa. Perder un hijo es la prueba más grande que se le puede dar a un ser humano en esta tierra. La prueba más injusta, la que nadie se merece. Mi hija quiso una muerte digna, sólo pidió no sufrir y se resistió a cualquier tratamiento que prolongara lo inevitable.
Fueron ocho meses en los que todo pasó a un segundo plano, Andrea fue nuestra prioridad y mientras su cuerpo moría, nuestra alma también lo hacía, de un modo brutal, doloroso y para eso no había un medicina ya que nada aplacaba esos sentimientos que iban tejiendo en nosotros una nueva piel, esa con la que deberíamos mostrarnos al mundo el resto de nuestras vidas.
Hubo reclamos, quejas y hasta incomprensión por parte de mis otros hijos, no por los cuidados que le brindábamos a Andrea, sino por la mutación inevitable que sufríamos con Gonzalo. Estábamos enojados con el mundo, perdimos completamente el rumbo de nuestras vidas y pensamos que jamás encontraríamos el eje que perdimos cuando nos dieron esa estocada que nos cambió la vida.
Con todo ese atuendo que forjamos hasta su fallecimiento, debimos continuar con una vida a la que nos costaba hacerle frente. En mi caso, el mundo ya no era el mismo, se había apagado una luz y eso me impedía ver las cosas tal cual se presentaban. La distorsión de la realidad comenzó a envolverme en un manto de disgusto, negación y de profunda rabia. Sentí que había agotado la última cuota de energía y que me estaba secando. No quería mirar para atrás ya que dolía demasiado y no podía mirar para adelante porque tenía un miedo atroz. Le pedí a Dios una y mil veces que dispusiera de mi vida o lo que fuere que estaba atravesando en esos momentos, no quería seguir viviendo una agonía que creí jamás podría superar.
Pero un día sucedió algo inesperado, mi pequeña nieta, la hija menor de Andrea se quedó en casa a dormir ya que su padre tenía una cena de negocios. Se le parecía tanto que por momentos me parecía tenerla nuevamente en mis brazos. Le di de cenar, la acosté y cuando quise apagar la luz para que se durmiera, ella me dijo:
––Abuela, ¿querés ser mi mamá?, mami antes de irse al cielo me dijo que cuando me sintiera sola vos me ibas a acompañar. Ella me dijo que te lo preguntara, que seguramente ibas decir que sí y entonces yo ya no me sentiría tan sola.
Sentí que desde lo más profundo de la tierra, desde su núcleo, gruesas raíces trepaban por mis piernas hasta convertirme en un titán que debía cumplir con la voluntad de mi hija. Ella, que era el ser que más me conocía en esta vida, con esa generosidad que la caracterizaba, me dejó una tarea para lo cual necesitaba recuperar las fuerzas, esas que creí perdidas.
––Si mi amor, no voy a ser tu mamá porque ella es irreemplazable, sino que voy a ser la mejor abuela del mundo para vos. ¿Querés que te cuente un cuento?
––Sí abuelita, este es el que me contaba mamá entes de dormirme.
Y de ese modo comencé a reinventarme para cumplir los deseos de mi hija, esa sabia Andrea que hasta en su peor momento pensó en mí, ya que sabía que su partida iba a ser un quiebre irreparable en mi vida.
A ella le debo seguir viviendo y en su memoria estoy ayudando a mi yerno a criar a sus tres hijos, la pequeña Jazmín si bien no me devolvió a mi hija, me dio las herramientas necesarias para poder seguir caminando por esta vida a veces incomprensible.
Hermosa redaccion y descripcion. siempre tan aguda en expresar esos sentimientos del alma...me encanto!! Un abrazo fuerte!
ResponderEliminarMuchas gracias Tere, me alegro que te haya gustado y que te tomes el tiempo de leerme. Eso es una de los grandes regalos para quien escribe y mejor aún si recibís un comentario tan hermoso. Un beso inmenso.
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