De un día para el otro comenzó a tener un comportamiento extraño, volvía a casa un poco más tarde, los fines de semana con algún pretexto se ausentaba por algunas horas, a veces con el pretexto de ir a pescar con amigos desaparecía por días, pero en mi afán de no ser cargosa y de sujetar esos celos que me habían angustiado por mucho tiempo, toleraba su comportamiento para no crear una discordia sobre algo que me parecía hasta cierto punto normal
Llevábamos varios años de casados y supuse que un poco de aire de libertad no le vendría para nada mal. Es más, hasta estaba de mejor carácter, menos aguerrido y más condescendiente conmigo. Teníamos un sexo casi diría intenso, cosa que con el tiempo fuimos perdiendo gracias a la maldita rutina que mata todo, menos el aburrimiento.
En esos momentos pensé que sería bueno tomarme mis licencias en pos de lograr lo que él estaba consiguiendo, al principio lo tomó con indiferencia y digo indiferencia porque no supe si le gustaba o no que yo también reclamara mis espacios, los mismos que él utilizaba para hacer sociales sin tener que compartirlos conmigo.
En esos momentos pensé que sería bueno tomarme mis licencias en pos de lograr lo que él estaba consiguiendo, al principio lo tomó con indiferencia y digo indiferencia porque no supe si le gustaba o no que yo también reclamara mis espacios, los mismos que él utilizaba para hacer sociales sin tener que compartirlos conmigo.
Llegó un momento en el que casi no nos veíamos, por una cuestión o por otra alguno de los dos estaba ausente cuando el otro llegaba a la casa. Eso sí, el débito conyugal era exigible y debía cumplirse al pie de la letra, creo que era la forma de medirnos y de quedarnos en cierta forma tranquilos. Esas pavadas en la que uno cae sin explicación, sin sentido, descubriendo con el tiempo que son pequeñas trampas inocuas aunque a la larga peligrosísimas.
Pero claro, de vez en cuando nos reuníamos con amigos en común, que comúnmente terminaban siendo sus amigos a los que yo me acoplé, y era en esos momentos en los que me empecé a sentir algo incómoda. Había miradas, cuchicheos, sonrisas y otros detalles que me indicaban que no todo estaba bien o al menos que estaba sucediendo algo que yo desconocía.
Con años de celos irracionales, aprendí a trascender cosas que a simple vista parecían sospechosas y terminaban siendo conductas absolutamente explicables a la luz de un razonamiento maduro. Habiendo superado esa etapa que tanto dolor me causó, decidí no volver a caer en la trampa de mis fantasías sin sustento y hacer caso omiso a esas conductas que por un cierto tiempo me preocuparon.
Me sentía madura, muy segura y con la autoestima bien en alto, condición que no es fácil de conseguir ya que hay que hacerse la boluda en muchas cosas, pasar por alto otras y festejar una que otra pendejada del hombre de la casa, eso los hace sentir muy felices y hasta parece que nos valoraran más.
Mientras tanto vamos generando una cobertura de piedra que no siempre les juega a favor, ya que comienzan a suceder cosas a las que no les damos la menor importancia, simplemente porque nos tienen podridas. Junto a esa aparente felicidad que casi se reduce a lo sexual, que es en la mayoría de los casos lo que los mantiene contentos, se va forjando algo que no sabría cómo definirlo, no es hastío, tampoco distancia, sería algo así como redistribuir los roles haciendo la cosa un poco más equitativa, algo que a ellos no deja de joderles.
Pero si de joder se trata, nos jodemos parejito, quieren libertad, pues se la damos, y como en todo transacción, exigimos un trato igualitario y nos damos el derecho de pedir lo mismo a cambio. Aunque muy a menudo sucede que cuando ellos se dan cuenta de que pierden terreno, sólo en lo que se refiere a horas hombre o mujer en este caso, comienzan a preocuparse y a demandar. Es lo que llamamos hacer sentir en carne propia los logros por ellos obtenidos.
Entre el tira y afloje de los beneficios alcanzados, sin darme cuenta comencé a hacerme de un grupo de amigos desquiciados como yo lo estaba a esas alturas, porque convengamos que una vida ordenadita a la larga es más cómoda que andar de canje en canje con el cónyuge. Entre los arrimados, había uno que reunía todos los requisitos para que yo perdiera la cabeza, pero de un modo irreversible. Uno de esos extravíos que a una le mueven la estantería de modo tal, que ni la moral ni las buenas costumbres amalgamadas ponen en orden las ideas, y para rematarla, de mi matrimonio aún no habían venido hijos para completar una historia que al menos me hiciera medir todo lo que tenía para perder.
Lo interesante de lo que estaba sucediendo, fue que ya las miraditas, risitas y cuchicheos no me afectaban porque tenía la cola tan sucia como podía estar la de mi marido. Pero a él eso comenzó a afectarle, el hombre es menos teflonado que la mujer, aunque parezca lo contrario. Nosotras para llegar a ese estado desinterés total, primero debemos haber llorado, pataleado, sentirnos miserablemente engañadas y pisoteadas en nuestro orgullo, de modo tal, que cuando llegamos a ser rocas, todo nos importa un carajo.
Ellos no, nacen con el sello cultural de que todo lo pueden y nadie los juzga, machos desde que nacen y mujeriegos hasta por una convicción filosófica. Y guarda, a la culpa la tenemos nosotras las mujeres y en buena parte los padres que a costa de no tener un hijo maricón, hacen todo lo posible para que el machito lo sea en la más pura concepción desde que asoman las pelotas al momento del parto.
Encima son tan predecibles los pobres, que van dejando huellas para ellos imperceptibles o quizás inexistentes, pero que nosotras como buenas brujas que somos, los olfateamos, les sacamos la ficha sin necesidad de un perfume, una mancha de rouge en la camisa ni un mensajito en el celular.
En toda esa maraña inconfundible que va poniendo fin a las cosas, no viene que el tarambana, el que me llevaba al séptimo de los cielos con sus ocurrencias, ese que no dejaba que de mi cara se me borrara la sonrisa, dijo un simple “te amo”.
Yo, que para esas alturas, veía a mi marido como una obligación que nadie me obligó a asumir pero que la tenía a diario jodiéndome de todas las formas posibles, me sentí en una encrucijada que casi diría no era demasiado preocupante, sólo debía ser sincera con mis sentimientos, con los de mi esposo y lo demás se vería. Tampoco era cosa de salir de un atolladero y meterme en otro.
En toda esa maraña inconfundible que va poniendo fin a las cosas, no viene que el tarambana, el que me llevaba al séptimo de los cielos con sus ocurrencias, ese que no dejaba que de mi cara se me borrara la sonrisa, dijo un simple “te amo”.
Yo, que para esas alturas, veía a mi marido como una obligación que nadie me obligó a asumir pero que la tenía a diario jodiéndome de todas las formas posibles, me sentí en una encrucijada que casi diría no era demasiado preocupante, sólo debía ser sincera con mis sentimientos, con los de mi esposo y lo demás se vería. Tampoco era cosa de salir de un atolladero y meterme en otro.
Una mañana, me levanté y le preparé el desayuno a Adrián, debía decirle lo que me estaba sucediendo. Cuando se sentó a la mesa y comencé a hablar, vi en su cara hasta cierto alivio, lo cual me desorientó bastante pero me alegró, lo estaba tomando con calma. Le pedí el divorcio y él de muy buen modo me lo concedió, no sin antes confesarme que estaba saliendo desde hacía tres años con su secretaria, no sea cosa que yo pensara que lo dejaba solo como un trapo. Ahí sí se mostró valiente, hasta sacó pecho como paloma buchona.
Lo que sucedió en definitiva, es lo que siempre pasa o generalmente pasa, no hay que meter a todos estos machotes en la misma bolsa. Su decisión estaba tomada, y no se animó a decírmela, me fue llevando de un modo brutalmente sutil a que a la determinación la tomara yo. Y la verdad es que caí como una estúpida en la trampa, lo bueno fue que todo eso que en otro momento me hubiera dolido y tirado la autoestima por el suelo, a esas alturas sólo me despertó una enorme rabia ya que le había facilitado las cosas de un modo hasta pueril.
Fue entonces cuando confirmé la teoría de que tener pelotas no es solo tener eso que les cuelga graciosamente a los hombres entre las piernas, sino la exquisita capacidad de ser tan honesto como se pueda, sacar pecho no ante los hechos consumados “por otro” o “por otra” en este caso, sino en el momento en donde es necesario ser valiente y consecuente con uno mismo.
Pero así es la vida mujeres, nuestros ovarios terminan siendo en ciertas situaciones de platino, de los cual debemos estar más que orgullosas. Es por eso que a nosotras no nos cuelga nada, a todo lo llevamos dignamente guardado por dentro, que es el preciso lugar en donde generamos vida, y para no restarles méritos, a veces ayudadas por ellos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario