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viernes, 3 de marzo de 2017

PÓCIMA DE MIEL Y SANGRE

                                                   psychology concept, head of a man falling apart

Cuánto cuesta razonar cuando el sol se esconde, pareciera que solo su luz es la que aclara los pensamientos, también las dudas, y hace menguar los desencantos. Dicen que el alba es la que pone en marcha el motor de la vida, y la que nos impone el despejo de la bruma previa, esa que agiganta las soledades y distorsiona ciertos pesares.
No es casual que algunas flores, quizás las más sencillas, se retraigan cuando la luz se oculta, y exultantes se manifiesten cuando los rayos del astro rey acarician sus pétalos dormidos, que ni una la luna clara, plateada, omnipotente, consigue despabilarlas para que desplieguen toda su hermosura.
Cada atardecer impone a mi alma una huella nueva. Huella que de tan andada se ha hecho densa. Es en ese tiempo cuando florecen las angustias, rebrotan las soledades, se magnifican las pérdidas y el silencio comienza a adueñarse del lugar que dejó la luz, continente que nace y muere tan solo en horas, pero que se agranda con desmesura en el ocaso, tanto del día como de la vida.
En ese tiempo aparece el miedo, cobra relevancia el desamparo en el que quedan algunas almas con el transcurrir del tiempo. A veces pienso que es locura, en otras creo que es el silencio que ensordece y paraliza el cuerpo viejo, ese que no da frutos, tampoco flores, las agotamos en aquél mapa que fuimos armando con los afectos, los desengaños, viejos amores y sobrados sueños.
A veces me pregunto cómo llenar los espacios de la mente que se vuelven grises y trunco de pretensiones cuando el ocaso delata el desandar de la existencia, camino que recorremos cuando nos agobia el tiempo y no le encontramos salida a tanto silencio, que no se rompe, que nunca mengua, que inunda la memoria y el sentimiento. Si hasta pareciera que el mundo ha muerto.  
Cuánto cuesta entender que habrá un nuevo día cuando las sombras de la noche se lanzan sin piedad para ocupar un territorio invadido de tristezas, demasiado grande para peregrinarlo a tientas.
Por más esfuerzo que haga la noche prometiéndonos romances hueros, por más que pretenda distraernos con mil estrellas, con una luna blanca y con un rocío de aroma afable, a las almas casi olvidadas no les apacigua el abatimiento.
Frente al espejo de mis soledades, danzan las ánimas, bosquejo amargo de los ausentes, de los que marcharon tras ese ejército que no busca triunfos sino armonías que canten a la vida dulces estrofas y vibren con la melodía de los años jóvenes. Años que no han pisado el desaliento porque por sus venas no corre sangre sino adrenalina, motor de las esperanzas que jamás deja espacio al cansancio ni a la melancolía. Años que alguna vez nosotros también peregrinamos, pero de eso hace siglos, tan es así que ni los recuerdo.       
No me es fácil vivir la noche, cuando se apagan todos los acentos de las sinfonías diurnas, cuando solo se siente el canto de un grillo y muchas veces el aullar de una manada callejera de perros abandonados que corren tras el celo de alguna vagabunda para preñar sus sueños.   
Las horas del ocaso pierden su rumbo, desquiciando el orden, también mi mente, que asolada espera la luz del día, para quizás intentar poner en marcha una ilusión nueva. Pero ellas no atienden mi desespero, muy por el contrario se regodean danzando desordenadas en el círculo del reloj, que tampoco colabora porque es el principal cómplice del ejército espantado que disfruta de su rebelión.
En esas largas noches, intento indagar la forma de sacarle peso a mis desiertos, y en esa infructuosa búsqueda lo único que encuentro es la exacta dimensión de mis pesares, que por infinitos no encuentran su horizonte y por profundos, su centro.
Cuánto cuesta reinventarse cuando uno lo ha intentado tantas veces y como resultado solo se logra administrar el exceso de vacíos, esos que en el ocaso lucen magnificados por viejos rastros, hoy repletos de ausencias inexorables.
Segundos que parecen horas, horas que parecen siglos, estallan en la noche provocando a los amaneceres, adueñándose de las sombras y mostrándose victoriosas sobre nuestro menoscabo. Quizás de tan agotados les dimos el poder y ya es tarde para retomarlo, y al ganar la batalla por nuestro abandono, se instalaron en el territorio de los pesares sin ánimo de moverse por un largo tiempo, que es el de la interminable noche que poco dispuesta está a ceder.  
Me cuesta mucho conciliar el sueño, danzan en mi cabeza los pensamientos, intento sacarlos pero persisten, vuelven y vuelven haciendo estragos en esas pocas horas de un remanso que en otros tiempos me regalara una paz que perdía en el lapso en donde había luz. Por esos tiempos yo era joven y recuerdo haber clamado por el crepúsculo. Cómo disfrutaba de los silencios.
¿Serán los años acumulados los que me han hecho perder el aprecio por las horas muertas, en las que el cuerpo y la mente debieran reposar y liberarse de los tormentos?
Muchas veces me gana el agotamiento, me duermo inquieta y despierto con los primeros rayos de sol, miro a mi alrededor y no encuentro nada, todo parece haber desaparecido no sé en qué tiempo, cierro los ojos y sueño despierta con las voces que se fueron desvaneciendo en esos espacios hoy repleto de melancolías.
Le pongo garra, la vida nace con la luz del día, que pasa rápido, que casi vuela, que llena el alma de mil promesas, las que se desvanecen cuando ese mismo reloj perezoso de las penumbras, hace que las horas se diluyan en los mares de las horas extintas.
Me paro, lucho, trabajo duro contra el silencio. Me visto de colores, quizás remedando a las flores que se despabilan cada mañana o tal vez buscando con desespero ese renacer que imagino ellas sientes con el calor del sol. Pero es en vano, la luz del día solo ilumina lo que de noche me acongoja.
Hoy sé que no es la noche ni es el día, que es mi alma la que está perdida. Perdida en los recodos de mi existencia, que labré con fuerza y sembré con ganas, logrando a través del tiempo solo recoger un montón de nada.
Y en cada uno de mis días llega la noche, implacable, decidida a no dar tregua a mis emociones, y comienza entonces la pesadilla de saber que será la misma que me persigue desde hace tiempo, desde ese tiempo en el que el cansancio doblegó a las ganas, de ese tiempo en el que comenzaron a pesar las piernas y los pensamientos.
Que cruel que termina siendo la vida para los viejos, ya que ni la pócima de miel y sangre, pone poesía a nuestros desvelos. Cómo razonar entonces cuando el sol se esconde, cuando todo retumba, cuando la luz nos muestra solo las sombras de nuestras penas, penas que con la noche se hacen grandes y que lastiman sin contemplaciones al cuerpo exhausto. Que cruel termina siendo la vida...   

2 comentarios:

  1. al final tu perfecta escritura me hace recordar una frase mía que dice " la vejez es un tratamiento natural de desadicción a la vida "

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  2. Carlos, gracias por leer mis reflexiones y me gusta que te gusten. Y sí, tu frase es la justa para este momento de nuestras vidas. Un fuerte abrazo.

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