Boberías de niños, me dije, cuando apareció Eleonora llorando y gritando
porque Julio le había quitado su muñeca. Cinco hijos era demasiado como para
reparar en el berrinche de la niña en esos momentos.
Cocinaba una enorme tortilla de papas y en el horno tenía un gran
matambre que crujía como implorando que apaciguara la hoguera. La natilla
estaba casi a punto, y justo en ese momento crucial para una cocinera, sonó el
teléfono. Corrí a atenderlo, y del otro lado escuché una voz que me resultaba
conocida pero que no terminaba de ubicarla.
Cuando caí en la cuenta de quién se trataba, casi me infarto de la
emoción.
––Hola, estás ahí ––exclamó Carlos.
––Acá estoy, lo que sucede es que no salgo de la conmoción.
––Es lógico, hace una eternidad que no nos vemos.
––¿Cómo conseguiste mi número de teléfono?
––Existen las guías telefónicas, ¿lo olvidas?
––Ya lo sé, pero el teléfono no está a mi nombre querido amigo.
––Está bien, me descubriste, me lo dio Griselda.
Carlos fue mi primer amor, de esos a los que no los mata el tiempo,
quizás los muta o los encierra en un cofre junto con esos otros tesoros que
vamos juntando a lo largo de nuestra vida.
––Quiero verte Ivana.
––¿Te comentó Griselda que estoy casada y que tengo cinco hijos?
––Que yo sepa hasta este momento no he hecho ninguna propuesta indecente
como para que te escudes detrás de tu matrimonio y de tus hijos.
––Ya lo sé, es que me parece inapropiado vernos. O quizás no, tal vez
esté llena de prejuicios estúpidos que no me permitan acceder a una invitación
de un viejo amigo.
––Así es querida, se trata sólo de una invitación a charlar un rato.
Estuve años fuera del país y quería ponerme al tanto de lo sucedido con
nuestras amistades. Lo intenté con Griselda pero como ya lo sabrás, parte
mañana para Colombia.
––Está bien, ¿querés venir a mi casa?
––¿Te parece que con cinco chiquillos vamos a poder charlar?
Decidimos entonces juntarnos en un bar al que solíamos concurrir en los
tiempos de facultad. Los dos estudiábamos Ciencias Exactas.
No sé que fue lo que me pasó ese día, sentí que volvía a pertenecerme, a
ser yo, la que disfrutaba de la vida y la que dejaba cientos de momentos para
mí, esos que fui perdiendo con el matrimonio y la maternidad.
A pesar de los años transcurridos y los embarazos, puedo decir que
estaba “bastante bien conservada”, algo que se lo debo a mi padre, portador de
esa sangre criolla que no le tiembla al tiempo.
El día del encuentro, luego de haber hablado con Julio, mi hijo mayor,
el que no se cansa de mortificar a la pobre Eleonora, me acicalé para el
encuentro. No le dije nada a mi marido para no molestarlo con esa pavada que
sabía le iba a molestar ya que es muy celoso y el tiempo no mermó esa condición
que a mí me mantenía hasta cierto punto orgullosa.
Cuando entré al lugar convenido, él ya estaba sentado frente a una
pequeña mesita adornada con todo ese mal gusto que sólo puede ser justificado
en un lugar añejo, que quiere voluntariamente mantenerse intacto a pesar del
tiempo. Paredes amarillentas, humedades por doquier, puertas altísimas de
madera maciza que mostraban a simple vista el paso de los años. Pero ese lugar,
con su presencia, me pareció maravilloso. No me costó reconocer a Carlos,
estaba casi igual a como yo lo recordaba.
Ese barcito era en el que nos encontrábamos muy a menudo en los tiempos
de estudiantes, ni las sillas habían cambiado, sí quizás su tapizado, pero lo
demás permanecía como suspendido en un tiempo hermoso y creo que allí residía
ese encanto que a nadie le pasaba desapercibido.
La magia del lugar permanecía intacta, allí uno podía transportarse sin
ningún esfuerzo al tiempo de las nacientes esperanzas, de las ofuscaciones
juveniles, de los amores fantaseados, de las luchas compartidas y de tantas
otras sensaciones que permanecen incólumes en la memoria y que afloran cuando
necesitamos imperiosamente llenar el alma y la memoria de todo aquello que
quizás sea lo único que la vida nos va dejando como patrimonio incuestionable.
A ese lugar solamente iba con él, era el templete en donde nos
contábamos nuestras cuitas, las que comparadas con lo que nos vino, pasaban a
ser simples pequeñeces de las que nos reímos sin parar en esos encuentros.
Cuando en el fragor de alguna de esas charlas, él, apasionado me tomaba
de las manos, yo sentía que el universo mismo pasaba por mis venas haciéndome
sentir que era la elegida. Muchas veces al acompañarme a tomar un taxi me pasó
el brazo por los hombros y otras tantas me abrazó fuertemente para darme calor,
juro que en esos momentos rogaba que el tiempo se parara, que el mundo dejara
de girar. Toda mi candidez afloraba con el contacto de su cuerpo, volvía a
tener la edad de la inocencia.
Si tuviera que explicar lo que sucedió cuando me besó por primera vez,
debería recurrir al diccionario para encontrar la palabra exacta que resumiera
los millones de sentimientos y sensaciones que pasaron por mi alma, mi cuerpo y
mi mente. Pero no, no la encontré.
Tampoco logré que mi corazón dejara de latir con tanta fuerza en el
momento que lo vi, era algo que ya había olvidado. Eso me asustó, y vino la
pregunta que me marcó un inmenso alerta, ¿por qué me estaba pasando eso?
La presencia de Carlos en aquél lugar, despertó en mí a esa mujer que
estaba aletargada de tanto hastío, de la rutina, de la monotonía de días
calcados, de esas expresiones de cariño cada vez más espaciadas y de otras
tantas cosas que me llevaron a esculpir a la que era en esos momentos, una
buena esposa y una mejor madre. Entre todo lo perdido, hasta olvidé qué fue lo
que me separó de Carlos, ¿fue la vida?, o quizás los duros momentos que nos
tocó vivir en años convulsionados políticamente, o simplemente el destino.
Quedé petrificada en la puerta de mi pasado y no estaba muy segura de lo
que podía suceder si la traspasaba. ¿Qué hice entonces?, pegué la media vuelta
y salí casi corriendo del lugar. Estupidez, no lo sé; acto de profunda madurez
y responsabilidad, tampoco lo supe y jamás lo sabré, lo que sí sé es que no
salí indemne de ese acontecimiento.
Lo que no pude advertir en ese momento era que mi esposo me había
seguido, le llamó la atención mi comportamiento de esos días. Pero al llegar a
casa me lo hizo saber, con todo ese dolor que acumuló por años ya que Carlos le
despertaba un sentimiento especial, ese que le despiertan los primeros novios a
los hombres, olvidándose que a veces ellos también fueron primeros en la vida
de otras mujeres.
A él no le sirvió mi huida del lugar, tal vez porque la tomó con el
mismo peso que a mí me hizo desaparecer. De mil maneras quise hacerle entender
que omití mencionárselo para ahorrarle una molestia, que carecía de sentido
preocuparlo con esa nimiedad, no lo logré, su dolor era supremo. Luego de una
hora de explicaciones y de ver cómo le brotaban lágrimas de dolor de esos
profundos ojos celestes, vino la pregunta que me desarticuló, ¿qué te hizo no
ir a su encuentro?, te juro que si te sentabas a la mesa con él me hubiera
dolido menos que tu huida. Ivana, sé que estamos frente a un problema del cual
formo parte, quizás nos faltó diálogo, quizás…
Han pasado tres años de aquél incidente y Daniel no ha podido recomponer
su total confianza en mí, y creo que tiene sus motivos. No sé si aún lo amo con
esa intensidad que se necesita para hacer más llevadera la
convivencia, pero de lo que estoy segura es de que sin él no podría vivir.
Quizás porque lo que queda luego de tantos años de matrimonio, sea de un valor
incalculable, al que le tomamos el peso cuando estamos a punto de perderlo.
Pero de lo que también estoy segura, es que es necesario que no muera el
encanto, la sorpresa, ese mimo inesperado y esa flor que en otros tiempos nos
hacía temblar de alegría. Él creo que jamás entendió esa necesidad mía y luego
de aquél incidente, ya ni le importó. Lucho día a día para restablecer al
menos lo que existía antes de la aparición de lo que quizás sólo fue una
utopía.
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